Conforme se camina, con el sol o la lluvia a las espaldas, las montañas parecen interminables y da la sensación de que la llegada nunca está cerca. Al cansancio de andar por trochas, cruzar ríos y vadear senderos, se suma la incertidumbre. Ya no se tiene a nadie cercano, salvo a los hombres armados que conducen la columna y gritan: “Sigan por ahí”, “Deténganse”, “Es hora de comer algo”.
Juan José extrañaba a su madre Rosalba, a su padre Isolino y a sus dos hermanos, en un corregimiento del Cauca, cuyo caserío se fue desdibujando en la distancia hasta convertirse en un punto diminuto y desapareció al cruzar un monte. En ese preciso instante, experimentó una soledad abrumadora. Se sintió muy solo, vulnerable y con ganas de llorar.
Estaba a pocos días de cumplir los 15 años y cursaba octavo grado de secundaria. Su sueño era ser ingeniero civil. Desde muy pequeño creía que, con ese título, iba a poder llenar la región de carreteras pavimentadas. Se veía recorriendo esos parajes, pero no como ahora, reclutado a la fuerza por un grupo armado. Se limpió el sudor de la frente, ansiando llegar a un punto remoto donde pudiera comer algo y descansar.
Los padres jamás volvieron a ver a Juan José. Desconocen si prosigue enrolado en un grupo irregular o si fue enterrado en una cañada cualquiera, después de sucumbir en un combate.
Como este jovencito, muchos más. Desde 1962 hasta la fecha, más de 16.900 niños y adolescentes han sido víctimas de reclutamiento forzado por parte de grupos armados ilegales en Colombia, de acuerdo con el Centro de Memoria Histórica que avalan los últimos reportes de la Defensoría del Pueblo, que registró 166 reclutamientos en el 2023.
Nuestro gran sueño, que esta tragedia termine, porque un niño o niña reclutado, es una vida que se puede perder en la encrucijada de la guerra irracional que azota al país.

