En agosto 6 de 1986 el premio Novel de literatura Gabriel García Márquez fue invitado a participar de la conmemoración del para entonces 41 aniversario de la explosión de la bomba atómica. Día nefasto que ningún ser humano, sin importar la generación a la que pertenezca, debe ignorar por el significado que tiene en la historia de la existencia de la humanidad. Es que si el 3 de diciembre de 1967quedó registrado como fecha importante al permitir dimensionar cuán importante ha sido la ciencia en el desarrollo y mejoramiento de las condiciones de vida. El 6 de agosto de 1945 también está ahí para que no se olvide lo nefasta que puede resultar esa misma ciencia si sus descubrimientos e inventos se emplean para causar daño. Así como lo recordó 41 años después el Nobel colombiano en Ixtapa, México. Porque mientras en aquel 6 de diciembre de 1967 el médico surafricano Christian Barnard apoyado en el desarrollo de la ciencia le ganaba una batalla a la muerte con el primer trasplante exitoso de corazón en un humano. Esa otra fecha, la del horror, solo permite pensar obligatoriamente en lo mezquino que puede llegar a ser ese mismo ser humano en su carrera por alcanzar el dominio de todos y todo.
En otro discurso Charles Chaplin, encarnando en la ficción del cine al barbero de un poblado cualquiera a quien por su parecido los cercanos al dictador hacen pasar por el verdadero sátrapa, quien ha caído muerto, cuando le toca hablar como si fuese el déspota, ante la destrucción causada por las máquina de guerra creadas por la inteligencia humana renuncia a seguir gobernando y atina a decir: “Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco.” Quizá estas afirmaciones de Chaplin y la profecía de García Márquez a más de uno les suene tozudas, por ser propias de aquellos que, por estar lejos de Dios, desconfían de su bondad y por lo mismo temen la llegada del fin del mundo. Solo que mientras los beatos por permanecer la mayor parte de sus horas frente a los altares y de espaldas a la realidad no ven, como los infieles, que de espaldas a los altares solo pueden estremecerse frente a la desaparición de toda la arquitectura grandiosa de una ciudad, tras el caer de toneladas de piedras que aplastan miles de niños, ancianos y jóvenes, segundos después de la explosión de las bombas que alumbran el firmamento anunciando la catástrofe.
Ante las imágenes que muestran hoy la devastación del Amazonas y de la selva del Pacífico, el deshielo de la Antártida y la aparición de nuevos desiertos en donde hasta no hace mucho existían pantanos, se debe ser serio y aceptar que no son otras alucinaciones más sacadas del Apocalipsis, tan solo para sembrar el miedo con el propósito nada decente de hacerse al poder para seguir jodiendo a la naturaleza. Con honradez cualquier habitante del único planeta con vida inteligente, hasta ahora comprobado, está obligado a acepar que no hay exageración alguna en los que advierten la destrucción irreversible de cuanto representa la vida, tal como hoy se la disfruta. Lo observado a diario obliga a ponerle afán a salvaguardar lo que queda de ella y a emplear la inteligencia en la búsqueda de medios que permitan recuperar algo de lo perdido. Solo así no tendremos que asistir al día aciago, como lo llama García Márquez, para darle la razón a él y a Chaplin en cuanto a que paradójicamente el humano terminó convirtiendo su inteligencia en la más eficaz arma letal. ricardosarasty32@hotmail.com

