Herman Melville, escritor neoyorquino, entre sus maravillosos cuentos tiene uno titulado El vendedor de pararrayos y que trata sobre la visita que recibe un aldeano en un día de lluvia, truenos, relámpagos y rayos. El visitante que aparece en medio de la tormenta como sacado de la nada con su solo aspecto pone en alerta al anfitrión que le permite seguir después de que ha escuchado sus golpes en la puerta.
De cabellos oscuros y lacios, con mechones enredados sobre la frente, cara larga, ojos hundidos rodeados de ojeras que parecían destellar chispas rojas, como relámpagos, pero sin truenos. Mojado todo él chorreaba agua sobre el pedazo de piso en donde se había parado sostenido en un bastón bastante particular, negándose a ir hasta cerca de la chimenea hasta donde el señor amablemente lo había invitado ir para secarse y recibir calor.
Al detallar la forma del bastón consistente en una varilla de cobre unida a un báculo de madera con dos bolas de cristal verdoso y la punta terminada en un trípode, el dueño de la casa bromea preguntándole si es Júpiter el dios de los truenos y los rayos o quizá un delegado suyo. Con cierto sarcasmo le agradece el permitirle disfrutar de tan deliciosa tormenta, humildemente le ofrece a quien reconoce como una divinidad un sillón viejo para que ahí descanse.
Ante la actitud del anfitrión el visitante parase no inmutarse, mantiene los ojos sobre el señor que le insiste en que acepte ubicarse cerca de la chimenea, petición ante la cual el extraño con mirada repugnante le replica pidiéndole que sea él, quien vaya hasta el centro de la habitación que es en donde ha permanecido desde que entró. Desde ahí le advierte que de no apartarse de la chimenea corre el riego de ser alcanzado por uno de los rayos, según el extraño el centro es el único lugar donde se puede permanecer protegido.
El anfitrión ante las advertencias del forastero, las que poco a poco sonaban más a órdenes perentorias, reacciona también y pasa a pedirle que le diga y explique las razones por las cuales había llegado a golpear su puerta, solicitud ante la cual el visitante responde con la apariencia desagradable de los que reprenden con rigidez e intimidan. Solitud que encuentra como primera respuesta la información sobre el trabajo en el cual se ocupa el forastero, es un vendedor de pararrayos.
El saberlo ya le permitió inferir al dueño de la casa los por qué ante todo cuanto hacía y decía mientras caían rayos y tronaba el cielo mientras llovía. Pero lo más significativo que le permitió entender desde su aspecto terrorífico hasta su sapiencia sobre todo cuanto podía relacionarse con la caída de los rayos, fue saber por qué promocionaba su producto solo cuando arreciaban las tormentas y ahí donde suponía que podía generar más miedo ante la posibilidad de la caída de un rayo. Por lo que, para el señor que lo recibía y escuchaba, no le pareció sensato y honesto lucrarse de la propagación del miedo contando para qué sirven los pararrayos.
Al final del cuento se lee: “El hombre del pararrayos aún vive entre nosotros, aún viaja durante las tormentas y aún trafica con los temores de los hombres”.
De vivir aún Herman Melville y en Colombia podría constatar lo escrito como colofón de su cuento. Por ahí andan porque son muchos los que ahora aprovechan lo oscuro del día para anunciar desgracias y vender terror, mostrándose como los únicos que tienen la tabla de salvación o el pararrayos.
Así de oscuros como el personaje del cuento, aterradores y arrogantes. Solo que como el anfitrión muchos más son los colombianos que se sienten tranquilos en manos de su Dios.
Por: Ricardo Sarasty.

