RICARDO SARASTY

UN PROFESOR BIEN ATILDADO

Por: Ricardo Sarasty

¡Cómo no recordarlo! Si por su virtud estoy tratando de organizar las ideas para ver si puedo dar el paso hacia la redacción de un texto, mediante el cual pueda compartir mi admiración hacia el maestro con quien pude reafirmar el gusto por la literatura, por leer. Si con solo abrir la portada de una novela de cualquier autor latinoamericano o europeo, clásico o de los del siglo XX, ya comienzo a verlo llegar a la memoria. Creo haber leído en algún texto de Borges que una vez abierto un libro, este no vuelve a ser el mismo, en tanto que en sus paginas a la vez que son leídas, la parte del día, de la tarde o de la noche, de la vida toda del lector se impregna en ellas. Será entonces esta la causa que me lleva encontrarme con el profesor Jorge Miranda mientras repaso esta o aquella novela, uno y otro cuento o poema  de los que le escuche el resumen y los correspondientes comentarios, siempre con voz pausada, palabra por palabra, demostrando que conocía, no  únicamente al autor, al libro, sino el contexto en el que se había escrito y que le servía de referente. Por lo que no podía, en aquel entonces, sino esperar salir  del colegio para ir tras la búsqueda de la obra y de todo cuanto a ella hubiere de corresponder, pues no fue nunca un simple deseo de satisfacer la curiosidad que pudo ser pasajera, era que yo también debía de disfrutar del gusto de mi profesor bebiendo en su misma fuente, pues aun lo consideró el ejemplo por seguir.  Que sea esta la oportunidad para confesárselo.

No era, sino que cruzara el umbral de la puerta del curso sin otro afán que el de compartir con nosotros su conocimiento de la lengua, para que yo me predispusiera a escucharlo. Escribo compartir su conocimiento porque las clases con él  más que asemejarse a una catedra magistral tuvieron el tinte de una charla que no se interrumpía en atención a que quien hablaba lo hacía con autoridad, entiéndase sin hacer demostraciones de fuerza ni siquiera al hablar, solo con la habilidad propia de quien sabe lo que hace y lo sabe a la perfección. Sera por eso que no recuerdo haberlo visto descompuesto, por fuera de la ropa, como suele decirse de quien pierde sus cabales. Y no era que no se inmutara ante cualquier despropósito. Era que solo le bastaba, en los momentos de cuando sucedían, poner de manifiesto su desagrado a través de un gesto y el silencio con el que lo acompañaba. Con él entendí que los llamados de atención se diferenciaban de las cantaletas porque había un contenido en cada una de las frases que ayudaban a identificar el error a la vez que advertían la corrección. Han pasado bastantes años desde cuando tuve la experiencia de aprender de él hasta el uso adecuado de las entonces máquinas de escribir, hoy un ejercicio en apariencia vano ante las computadoras, no obstante una exigencia que, sin haberla cumplido en su totalidad a la perfección, hoy me facilita escribir y pensar a la vez sin que la búsqueda de las letras en el teclado me obliguen a dejar de ver la pantalla, así como debía de hacerse frente a la hoja de papel puesta en el carrete de la Remington o la Brother y sobre la que los tipos golpeaban convirtiendo su sonido en la música que luego preferiría escuchar para escribir, música que como toda buena música también me transporta de manera agradable a otra remembranza, otra clase con el mismo profesor. Atento, más que a las fallas evidentes en las hojas, a nuestras posturas. Dios le pague profesor por la clase de estética.        

loading...