En todos los tiempos y en todas las culturas, los que tienen más poder, dinero y estudios, siempre han menospreciado a quienes no los tienen. En nuestros ambientes machistas, los varones nos creemos valer y saber más que las mujeres; en algunos casos es, al contrario. Quien tiene mejor casa, mejor vehículo y ropa más elegante, se considera que vale más y ve hacia abajo a quienes carecen de ello.
Nadie puede hacer creer a otro que es inferior. Y, por supuesto, nadie debería permitirlo y mucho menos aceptarlo. Tal es el caso de los soberbios que sienten que no los merece el suelo que pisan, que suponen que su punto de vista es el único válido o que su opinión solamente cuenta, sin importar la de los demás.
Todos los seres humanos somos iguales. Pero, ¿En qué somos iguales? En dos cosas: En primer lugar, en dignidad. Sí; como cristianos, valen lo mismo el Papa o un cardenal, que un bautizado pobre y analfabeta. Por el bautismo, somos hermanos, miembros del Cuerpo de Cristo. En segundo lugar, somos iguales en cuanto a la acción común a todos los fieles; es decir, hay acciones que son comunes a todos los creyentes, como difundir la Palabra de Dios, santificar la familia, la escuela, la política, la economía, el deporte, la educación, hacer oración por sí mismo y por los demás, participar activamente en las celebraciones litúrgicas, etc.
Creado por Dios y redimido por Cristo, todo ser humano debe ser reconocido y tratado con respeto y amor, precisamente por su dignidad. Sólo reconociendo la dignidad de cada persona humana, podemos hacer renacer entre todos un deseo de hermandad.
Según el Papa Francisco, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo, pero también es una convicción a la que la razón humana puede llegar mediante la reflexión y el diálogo. Que todo ser humano posee una dignidad inalienable es una verdad que responde a la naturaleza humana más allá de cualquier cambio cultural.
Todos somos parte de una misma humanidad, y todos estamos bajo la mirada de un mismo Dios, que es nuestro Padre. Ahí radica nuestra común dignidad. Desde la misma podemos trabajar, en unión con tantos y tantos hombres de buena voluntad, para construir un mundo donde sea posible establecer lazos de respeto y de amor que hagan mucho más hermosa la experiencia de la existencia terrena.
No te conformes con poco, trabaja, esfuérzate, estudia, pero también comparte con los demás lo que eres y lo que tienes porque fuimos hechos para trascender, por eso cuídate, no te dejes llevar por los vicios, quiérete mucho, date a respetar y respétate a ti mismo, y sobre todo, enseña a tus hijos a tratarse de la misma manera.
El Evangelio dice “ama a tu prójimo como a ti mismo”, por eso, sé consciente de tu valor, nadie tiene derecho a hacerte daño, no lo permitas y tampoco permitas que se lo hagan a los demás.
Valora tu dignidad y la de los demás. Tú vales mucho, aunque no tengas mucho dinero ni títulos universitarios. Respeta la dignidad de los demás, aunque su apariencia te repugne o te resulte molesta. Todos somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, aunque a veces hagamos borrosa esa imagen

