A 855 años de su martirio, la figura del arzobispo de Canterbury sigue siendo un símbolo universal de integridad moral y valentía espiritual
Canterbury, 29 de diciembre. La historia recuerda a Santo Tomás Becket no solo como un líder religioso, sino como un hombre que, enfrentado al poder absoluto, eligió la fidelidad a sus principios antes que la comodidad de la obediencia. Su vida y su muerte continúan interpelando a generaciones enteras sobre el verdadero significado de la justicia y la conciencia.
Nacido en Londres en 1119, Becket fue una figura cercana al rey Enrique II de Inglaterra, quien lo nombró arzobispo de Canterbury esperando encontrar en él un aliado fiel a los intereses de la Corona. Sin embargo, aquel nombramiento marcó un punto de quiebre. Al asumir su cargo eclesiástico, Becket transformó su vida y su misión, defendiendo con firmeza la autonomía de la Iglesia frente a la injerencia del poder político.
El conflicto entre ambos escaló rápidamente. Becket se opuso a las leyes que pretendían someter al clero al control real, una postura que lo llevó al exilio y al aislamiento. A pesar de las amenazas y presiones, jamás cedió. Para él, la conciencia no era negociable, ni siquiera ante el rey.
El 29 de diciembre de 1170, dentro de la catedral de Canterbury, cuatro caballeros irrumpieron en el templo y asesinaron al arzobispo. El crimen, cometido en un lugar sagrado, estremeció a Europa y convirtió a Becket en un símbolo inmediato de martirio y resistencia moral. Tres años después, fue canonizado, y su tumba se transformó en un centro de peregrinación y memoria.
Un legado que trasciende los siglos
Hoy, Santo Tomás Becket sigue representando la dignidad de quien se mantiene firme cuando la verdad es puesta a prueba. Su historia recuerda que la fe, la ética y la justicia adquieren su verdadero valor cuando se defienden incluso en soledad.
Recordar a Becket no es mirar al pasado, sino interrogar el presente. Es reconocer que la conciencia sigue siendo una frontera frágil y sagrada, y que, como él, toda sociedad necesita voces capaces de decir “no” cuando el poder olvida su límite. Su silencio final, sellado con sangre, continúa hablándole al mundo con una claridad que el tiempo no ha podido apagar.


