Si hay una época que contribuye a llenar mi espíritu de una enorme alegría, esa es la Navidad, que hoy vivimos en todos los rincones de Pasto, luego de los difíciles momentos que nos trajo la pandemia de Covid-19.
Es algo que creo que a todos nos viene desde muy niños, cuando en inolvidables épocas pasadas por estos días, con la ayuda de nuestros padres, empezamos a escribirle las cartas al Niño Dios con la lista de los regalos que queríamos encontrar al pie del árbol de Navidad o del pesebre, en las mañanas del 25 de diciembre, que siempre resultaban esplendorosas e inolvidables.
Por eso siempre digo que entre los grandes recuerdos de mi niñez y con seguridad a muchos de mis lectores les pasa lo mismo, están los días de diciembre, preámbulo del nacimiento del Niño Dios.
La Navidad, como ahora, comenzaba el 7 de diciembre, con la noche de las velitas, en las que en honor a la Virgen prendíamos las velas multicolores en los portones de nuestras casas, con un enorme entusiasmo puesto que sabíamos que en esa fecha se abre la puerta de los alegres días por venir.
Así, desde el 7 de diciembre nos poníamos como se dice ahora, en modo Navidad y todos comenzábamos a jugar a los aguinaldos, como hablar y no contestar, palito en boca o el beso robado que era preciso para los enamorados.
Después de la noche de las velitas, el 16 de diciembre, los niños y niñas, esperábamos dichosos el comienzo de las novenas, con su “Dulce Jesús mío, mi niño adorado, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto” y nos reíamos a carcajadas cuando la persona que leía la novena decía “Padre putativo de Jesús”, lo que con el paso de los años obligó a cambiar esa palabrita en las novenas navideñas.
Recuerdo que antes del inicio de las novenas, los niños nos dedicábamos a recoger tapas de gaseosa, a las cuales con un clavo les abríamos un hueco en la mitad, para luego meterlas en un alambre y de esta manera elaborar unas panderetas muy artesanales, pero bastante sonoras, con las que acompañamos el “Dulce Jesús mío”, mientras esperábamos que nos sirvieran la natilla, los buñuelos, las galletas y otras delicias gastronómicas con las que nos empachábamos durante 9 inolvidables noches.
Hasta que por fin llegaba la fecha anhelada, el 24 de diciembre y el esfuerzo que a altas horas de la noche hacíamos los niños para mantenernos despiertos y de esta manera “pillar” al Niño Dios en el momento en que colocaba los regalos al lado del árbol de Navidad. Pero mi hermano y yo, nunca nos pudimos mantener despiertos y mucho antes de las doce de la noche, ya dormíamos como los ‘angelitos’ que éramos en ese entonces.
POR: JORGE HERNANDO CARVAJAL PÉREZ

