En la vida, muchos se preguntan cómo alcanzar la plenitud, la paz interior y, sobre todo, cómo encontrar el camino hacia Dios. Pero pocas veces aceptamos una verdad incómoda: para llegar al cielo, antes hay que caminar, caer y levantarse en medio del infierno.
Puede sonar duro, incluso contradictorio, pero es real. La existencia humana no es un sendero recto ni limpio, sino una travesía llena de tropiezos, sombras y heridas que dejan cicatrices profundas. El dolor, la desesperanza y la oscuridad son parte del viaje, no un accidente del camino. Y aunque socialmente nos enseñen a huir de lo malo, lo cierto es que, sin haber conocido el abismo, difícilmente aprendemos a valorar la luz.
Abrazar la oscuridad no significa rendirse a ella, sino reconocer que está ahí, que forma parte de nosotros y que nos pone a prueba. Es como atravesar un túnel: para ver la salida y alcanzar la claridad, primero hay que recorrer la penumbra.
Caer no está mal. Errar no está mal. Lo verdaderamente malo es permanecer en el suelo, convencerse de que no hay posibilidad de levantarse y olvidar que Dios siempre tiende la mano incluso en las noches más largas. El infierno no es más que una estación temporal que nos fortalece y nos prepara para el cielo que está por llegar.
Alcanzar el cielo no es un asunto automático ni un premio gratuito. Se trata de una conquista espiritual que exige esfuerzo, sacrificio, conciencia y fe. Quien no ha llorado, difícilmente entiende el valor de la alegría. Quien no ha sentido la soledad, no sabe lo que significa la compañía. Y quien no ha enfrentado la oscuridad, no conoce la verdadera paz de estar en la presencia de Dios.
El cielo, entendido como plenitud, armonía y cercanía con el Creador, es posible solo cuando el ser humano se reconcilia consigo mismo y acepta que su viaje estuvo lleno de caídas. El perdón de Dios es inmenso, pero también exige una decisión: levantarse, corregir y seguir enfocado en la luz.
La clave está en comprender que atravesar el infierno no nos hace indignos del cielo. Al contrario: nos prepara, nos purifica, nos despierta. Cada error y cada caída nos muestran que solos no podemos, que necesitamos a Dios como guía y que sin Él la vida pierde sentido.
Llegar al cielo es estar en paz con Dios, pero esa paz solo es posible si también nos reconciliamos con nuestras propias sombras. No hay cielo sin infierno, no hay luz sin oscuridad. Todo hace parte del mismo proceso que, si lo asumimos con fe y valentía, termina conduciéndonos a lo más alto.

