En estos tiempos que vivimos se proyecta una experiencia del límite en todo orden. Una de las tablas de salvación es la de recuperar y valorar el pasado en los pliegues de la ética para iluminar lo que se cuenta como presente.
Es posible superar la insensibilidad frente al sufrimiento a partir de lo que la esencia del libro nos ofrece a fin de recordar a las víctimas de la guerra y anunciar lo que vivieron desde la repetición narrativa. Lo anterior, consistiría en leer el final en el comienzo con el propósito de superar la herencia del conflicto: la peste del insomnio, que no es más que una peste del olvido, descrita por García Márquez en Cien años de soledad.
Sería interesante posibilitar en la costa pacífica nariñense, por ejemplo, una memoria en trayecto que tenga lugar en la lectura de los relatos sobre la violencia para que se desnude la existencia desgarrada y, a la vez, se genere una interpretación inagotable en la que se piense la cultura y la paz en sus aperturas y en sus estallidos.
«Es vital comprender que, como relatos que somos, la rememoración, en estos tiempos de desencantamiento, es un principio de acción y de cambio, que obra en el silencio de los ausentes. Ese silencio, a través de la invención, deviene palabra en los límites del lenguaje».
Urge una pedagogía de la memoria que abra grietas en las políticas del silencio que sacralizan el conflicto armado y florezca la utopía. Ahí, el espíritu de la esperanza que es el mismo espíritu de la novela configura en lo que vivimos a diario, la evidencia de lo biográfico que fondea el blanco de la página en búsqueda de la vida hecha de otoños y de palabras huidas. Dicho espíritu nos destina el lugar de la promesa que requiere de una nueva forma de sentir en la que el otro se convierta siempre en mi responsabilidad.
No se trata de ser diferente a los demás, hay que asumir en la diferencia lo que es propio de mí y no reconozco en mis congéneres. Es vital comprender que, como relatos que somos, la rememoración, en estos tiempos de desencantamiento, es un principio de acción y de cambio, que obra en el silencio de los ausentes. Ese silencio, a través de la invención, deviene palabra en los límites del lenguaje.
En esa perspectiva, también podemos pensar una educación literaria que daría cuenta, desde su razón imaginativa, del otro, de sus aventuras y de sus heridas, de sus rutinas y de sus ficciones, de sus levedades y de sus finitudes. Ahí se mantendría vivo el acontecer de la comunidad para reinterpretar la muerte y lo que encarnan sus marcas radicales: masacres, desplazamiento forzado, etc.
Si asumimos esta propuesta se forjaría un ser estético que valora la vida, y un ser ético atento a los testimonios que habitan, como una algarabía silenciosa, en cada uno de nosotros, a la espera de abrir el libro de la hospitalidad, y reconocer que, sin importar ni la raza ni la tierra donde nacemos, compartimos una misma lengua que hace visible otras realidades que se disputan el recuerdo social en cada palabra que escribo, en cada palabra que lees.
El grito de las víctimas no deja de escucharse en el centro de la página.
Por: Jonathan Alexander España Eraso

