La visita de Jesús a sus amigos Lázaro, Marta y María, y una situación de cotidianidad familiar -mientras Marta se afana por atender al visitante María se enfoca en escucharlo-, da al Maestro ocasión para enseñarnos que hay un orden de prioridades en la vida del discípulo: la mejor parte en la oración y la acción siempre será Dios.
Pero la escena que describe Lucas 10,38-42, hace pensar en las posturas corporales durante las acciones litúrgicas que deben ser reflejo de actitudes interiores de cada creyente.
1. De rodillas para adorar
Universalmente arrodillarse significa penitencia, disponibilidad para pedir perdón, sometimiento de la voluntad ante quien se considera más grande. Todo esto cabe perfectamente delante de Jesús. En el credo afirmamos que él es verdadero Dios y verdadero hombre y le damos el título de Señor: es decir, que tiene autoridad sobre nosotros.
En la consagración eucarística, momento más intenso de la Misa, porque allí Jesús resucitado se hace presente en el altar bajo las especies del pan y del vino, nos arrodillamos para adorarlo como Dios y poner nuestra vida en sus manos como nuestro Señor.
2. Sentados para escuchar
Sentarse implica darle tiempo e importancia a alguien; mostrar que su presencia y su palabra son bien recibidas. Es lo que hacen los alumnos delante de su maestro, por ejemplo.
Es lo que sucede en la Eucaristía durante la liturgia de la Palabra. Nos sentamos durante las lecturas y la homilía para acoger con respeto el mensaje que Dios tiene para nosotros. Como discípulos de Jesús nos sentamos para darle todo el tiempo a lo que tiene para enseñarnos. Es como decirle que estamos dispuestos a aprender, a dejarnos orientar, corregir y animar por él.
3. De pie para caminar
Estar de pie es el gesto del soldado que está siempre alerta para dar la batalla; es la postura del trabajador siempre pronto para cumplir su tarea. Si nos fijamos bien, las celebraciones litúrgicas empiezan y terminan estando todos de pies; con ello indicamos que somos el pueblo de Dios que camina, que peregrina, y que está listo para ir por donde Él nos indique.
El discípulo de Jesús no se queda en la comodidad de la adoración y de la escucha sino que de allí se siente movido a la acción, a ponerse en camino. Como el profeta Isaías, deberíamos también nosotros decirle al Señor: «Heme aquí, Señor, envíame a mí». El discípulo de pie se dispone a ser también misionero.
Que lo que hacemos con nuestro cuerpo en las acciones litúrgicas esté sintonizado con lo que busca nuestra alma. Que en nuestras oraciones y en nuestras acciones esté primero Dios.
Por: Mons. Juan Carlos Cárdenas Toro

