Ricardo Sarasty

No a la mordaza legal

Los cada vez más altos niveles de corrupción han puesto en boca de la opinión pública nombres de personajes de la política y la empresa privada, quienes ya sea en el inicio o al final de la cadena de corrompidos son los más beneficiados por todas las acciones dolosas cometidas en contra de los bienes de la nación. Afectando de manera grabe el desarrollo de las comunidades.

Desde simples concejales hasta ministros, pasando por alcaldes, gobernadores, diputados y congresistas, conforman la extensa lista de imputados y condenados por haber abusado del cargo para favorecer y favorecerse apropiándose de los dineros del Estado y (o) permitiendo que otros lo hagan, como si para ello hubiesen sido nombrado como administradores de los recursos de empresas o instituciones asociadas a los entes oficiales, de los fondos parafiscales o de las propiedades que el Estado le ha incautado a los particulares como sucedió con la riqueza expropiada a los narcotraficantes.

La corrupción es una sola y si bien beneficia a unos pocos, las consecuencias las sufren los pobres, que en el caso de países como Colombia conforman el grupo social más grande. Por lo que no hay ninguna razón que la justifique y menos obligue a que se vea con complacencia o indiferencia. Porque si bien no es un fenómeno de estos últimos años, como lo explica Luis Almagro, secretario de la OEA, en el prólogo al libro  “Impacto de la corrupción en los derechos humanos”, pues sabido es que hunde bien las raíces en la historia de todos los pueblos, solo que ahora es cuando se hace más visible, no solo porque cada vez el abuso del poder con el que son investidos los delincuentes les permite atreverse a cometer fechorías que superan las anteriores, sino que por virtud del ojo investigador de la prensa libre son puestos al descubierto convirtiéndoles en peligrosos enemigos de ella.

Reficar, los carteles de lo hemofilia, la contratación de la alimentación escolar, la contratación para llevar el servicio de Internet a las poblaciones más apartadas, la malversación de los fondos de la Universidad Distrital de Bogotá y del Hospital Universitario del Valle, los desfalcos en la Dian, Fonade, el Ejército Nacional, la Policía y muchas más entidades, tantas por año que se convierte en interminable el nombrarlas. Porque el grado de descomposición al que se ha llegado es de tal tamaño que tiene como muestra la condena a prisión del fiscal nombrado para investigarla, junto a jueces y magistrados de las altas cortes que deberían de estar al frente de la lucha en contra de este flagelo.

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 Sin embargo, lo paradójico consiste en que después de todo cuanto se pone al descubierto los llamados a responder por delitos como: Peculado, prevaricato, concusión, celebración indebida de contratos, adulteración de documentos públicos, malversación de fondos y detrimento patrimonial, compra de votos, desojo de tierras, más aquellas conductas punibles conexas con el homicidio, la desaparición forzada y hasta violencia intrafamiliar e inasistencia alimentaria, si estos que por argucias de sus abogados defensores resultan absueltos no porque hayan comprobado su inocencia sino por falta de pruebas o vencimiento de términos, salen a acusar por difamación y calumnia a quienes bien los descubren. Les reclaman el haber atentado en contra de su buen nombre. Pero como lo dice el mismo Dr. Almagro en su escrito citado, la culpa de la corrupción no corre por cuenta de la democracia, por el contrario, a ella debemos agradecerle que se ventile hoy con mayor franqueza y se obligue a encararla.

Por eso los bandidos defienden las tiranías, en los que apunta de leyes se acalla la denuncia pública. Por lo que el deber periodístico es defender la democracia y continuar combatiendo su peste.

POR: RICARDO SARASTY