Por: Alina Constanza Silva
En tiempos en que cualquier país se proclama “potencia mundial” de lo que sea del aguacate, del café especial, del turismo regenerativo o de los abrazos con descuento Nariño podría reclamar, sin despeinarse, un título mucho más serio: potencia mundial del champús. Sí, así como suena. Ese brebaje dorado que parece inventado por un alquimista de la alegría, pero que en realidad es herencia pura, receta de abuelas que se pasan el secreto como si fuera oro líquido.
Porque, seamos sinceros, el champús no es solo una bebida; es un acto de resistencia cultural. Mientras el mundo se reinventa en laboratorios culinarios, acá seguimos mezclando mote, piña, miel y canela como lo hacían hace décadas, y seguirá haciéndose “hasta que el cuerpo aguante”. En Nariño, el champús no se aprende: se hereda. Y quien no lo respete corre el riesgo de que la abuela lo mire con ese gesto que significa: “a este todavía le falta mundo”.
Pero si el champús es el líquido sagrado, las empanadas son la armadura. No, no son “como las de otros lados”. Son nuestras, inconfundibles: de masa perfecta, relleno generoso y, por supuesto, ají con ese picor que primero saluda y después pega. Una empanada nariñense tiene la osadía de ser única, como si dijera: “intente imitarme, pues”. Y nadie puede. Ni falta que hace.
Ahora bien, si estos manjares definen el paladar, lo que define el alma son las novenas. En otras regiones, quizás, la gente se reúne por obligación, por cumplir o por protocolo. Aquí no. Aquí las novenas son acto de familia, de reencuentro inevitable. Pueden estar bravos por política, por herencias, por ese cuñado que no devuelve las cosas; pueden tener semanas enteras sin dirigirse la palabra pero llega diciembre, suenan los villancicos, aparece la anfitriona con el champús y las empanadas, y todo mágicamente se arregla o por lo menos por apariencia intenta parecerlo.
Porque en Nariño, la reconciliación siempre tiene un pretexto delicioso
Y ahí está el verdadero secreto: no es el champús, ni la empanada, ni siquiera la novena. Es la excusa perfecta para volver a ser nosotros mismos. Para recordar que, por más terquedad y frío que nos rodee, somos un territorio que se une para cantar villancicos, reunirnos en una mesa, en una tradición que no cambia, porque no necesita cambiar.
Así que sí, ríase si quiere, pero tome nota: Nariño no solo es potencia mundial del champús. Es potencia mundial de lo que realmente importa: la familia, el sabor y ese pretexto que siempre nos vuelve a juntar.

