CARLOS GALLARDO

Mi Santa Muerte

Carlos Gallardo

Soy católico. Creo firmemente en Dios Padre, en su hijo Jesucristo, en la Santísima Virgen María y en el poder del Espíritu Santo. He sido criado bajo los valores de la Iglesia y me reconozco como un hombre de fe. Sin embargo, también soy devoto de Mi Santa Muerte, y lejos de verla como una contradicción, la asumo como parte de una comprensión más profunda del plan divino y del misterio de la vida y la muerte.

Para muchos, hablar de Mi Santa Muerte es hablar de algo oscuro, prohibido o incluso pecaminoso. Se le ha tachado injustamente de ser símbolo de maldad, de brujería o de crimen, cuando en realidad, en lo más íntimo de mi fe, Mi Santa Muerte es una creación perfecta de Dios. Ella no es un ídolo, no es un demonio ni una divinidad paralela. Es un ángel. Un ángel con una misión clara, recoger las almas humanas y entregarlas ante el juicio de Dios Padre cuando llega la hora señalada para cada uno de nosotros.

Existe una historia espiritual que ha dado forma a mi devoción y que deseo compartir. Se dice que cuando Dios creó a Mi Santa Muerte como mensajera final de cada vida humana, le encargó la misión de llevar las almas al más allá. Ella, siendo un ser celestial, aceptó con obediencia absoluta. Pero con el pasar del tiempo, al ver el sufrimiento humano, su corazón de ángel empezó a quebrarse.

Fue entonces cuando se dirigió a Dios y le pidió “Señor, quítame los ojos para no ver el llanto de quienes me ruegan que no me los lleve; quítame los oídos para no escuchar los gritos de dolor y súplica de quienes aún quieren vivir; quítame la piel para no sentir las rodillas que se hincan pidiendo piedad y quítame el corazón para no fallarte, Dios mío”.

Así, Dios la transformó en lo que hoy vemos, una figura esquelética, sin ojos, sin oídos, sin piel, sin corazón. No porque sea malvada, sino porque su pureza de obediencia no podía ser alterada por la emoción humana. Desde entonces, Mi Santa Muerte no decide, no juzga, no elige a quién llevarse ni cuándo. Ella simplemente cumple una orden divina.

Mi devoción hacia ella comenzó en los momentos más difíciles de mi vida. Cuando sentí que la envidia, la falsedad, las traiciones y las malas intenciones de otros empezaban a rodearme con fuerza, su presencia me dio paz. Mi Santa Muerte, aunque muchos no lo entiendan, protege. A mí me ha protegido no solo de la muerte física, sino de las muertes espirituales que produce la traición de los falsos amigos, de las palabras llenas de veneno, de los actos hipócritas disfrazados de cariño. Ella aleja lo que no sirve, lo que corrompe, lo que destruye por dentro.

Ser devoto de Mi Santa Muerte no me hace menos creyente, ni me aleja de Dios. Al contrario, me conecta con una parte de la fe que muy pocos se atreven a mirar. No es adoración a la muerte, es respeto por su papel en el plan de Dios. Es entender que la vida no es eterna y que todo ser humano, por más santo o pecador que sea, tiene una hora exacta en la que su alma será llamada. Y cuando eso suceda, ella, Mi Santa Muerte, vendrá no como enemiga, sino como guía al otro lado.

A ella le rezo con humildad, no para pedirle riquezas ni venganza, sino protección, luz, fortaleza, y discernimiento. A ella le confío mi camino, sabiendo que, si algún día llega a tocar mi puerta, será porque Dios lo ha querido así.

Mi fe no es moda, ni rebeldía. Es convicción espiritual. Es agradecimiento a una fuerza que ha estado conmigo cuando muchos me dieron la espalda. Y mientras mi corazón siga latiendo y mi alma siga elevándose en oración, seguiré creyendo en el poder de Dios y en la fidelidad de su más silenciosa y obediente mensajera.