La vía Panamericana, en su tramo que conecta los departamentos de Nariño y el Cauca, ha sido históricamente un corredor vital para el desarrollo económico, social y cultural del suroccidente colombiano. No es solo una carretera: es la arteria principal que une a miles de familias, transportadores, comerciantes, turistas y comunidades enteras que dependen de su funcionamiento para asegurar su bienestar y garantizar su movilidad.
Sin embargo, en los últimos años —y con mayor intensidad en los meses recientes— este corredor se ha convertido en escenario frecuente de hechos violentos protagonizados por la delincuencia común y los grupos armados al margen de la ley.
La situación se torna aún más alarmante en esta temporada decembrina, cuando miles de personas se desplazan por vía terrestre para reencontrarse con sus seres queridos, transportar mercancías o realizar actividades productivas que dinamizan la economía regional. Lo que debería ser un viaje tranquilo y seguro se ha transformado en un recorrido incierto, plagado de amenazas, retenes ilegales, extorsiones, bloqueos y ataques indiscriminados que ponen en riesgo la vida e integridad de los ciudadanos.
Las cifras —aunque a veces imprecisas y otras veces minimizadas— dejan ver una realidad que no admite más dilaciones: el corredor Panamericano entre Pasto y Popayán es hoy uno de los más vulnerables del país. Las disidencias armadas han fortalecido su presencia en zonas rurales adyacentes a la carretera; bandas dedicadas al hurto y al secuestro exprés aprovechan la topografía y la falta de vigilancia constante; y la ausencia de un control estatal firme ha generado la percepción —y en muchos casos la certeza— de que transitar por esta vía implica jugar con la suerte.
Ante este panorama, resulta imperativo que el Estado colombiano adopte medidas urgentes, integrales y sostenidas para garantizar la seguridad de quienes dependen de esta ruta. No se trata únicamente de aumentar el pie de fuerza de manera momentánea, como suele ocurrir en temporadas de alta movilidad. Se necesita una estrategia coordinada entre las Fuerzas Militares, la Policía Nacional, las autoridades civiles, los entes de control y las comunidades locales.
La presencia institucional debe ser permanente, visible y efectiva. Es indispensable reforzar los puestos de control, implementar patrullajes móviles en los tramos más críticos, mejorar la inteligencia operacional y garantizar que los transportadores y viajeros cuenten con canales de comunicación ágiles ante cualquier emergencia. Asimismo, debe fortalecerse la cooperación con líderes sociales, organizaciones comunitarias y juntas de acción comunal, quienes conocen mejor que nadie el territorio y pueden alertar sobre riesgos o movimientos sospechosos.
La seguridad en la Panamericana no solo es un asunto de orden público: es también un tema humanitario y económico. Cada ataque, cada cierre de la vía, cada acto de violencia desatada en su recorrido tiene un impacto directo en el comercio, el turismo, la movilidad de alimentos, el abastecimiento y la estabilidad emocional de las comunidades. Ignorar esta realidad es permitir que la región continúe sumida en el atraso, el miedo y la inseguridad.
Colombia no puede darse el lujo de abandonar su principal corredor del suroccidente precisamente en el momento en que más se requiere tranquilidad y movilidad. Esta temporada decembrina debe ser un punto de inflexión: una oportunidad para que el Gobierno Nacional reconozca la gravedad de la situación y actúe con determinación, no solo para estas semanas, sino para establecer un plan robusto y permanente que devuelva la confianza a quienes recorren esta carretera cada día.
Blindar la Panamericana es proteger la vida, la economía y la dignidad de miles de colombianos. Es, en esencia, un acto de justicia y responsabilidad que el país ya no puede seguir postergando.

