Finaliza otro año académico en las instituciones educativas tanto municipales como departamentales pertenecientes al calendario A, tan anormal como el pasado 2020 debido al insuceso de la pandemia producida por el Covi-19. Los resultados en lo referente con los estudiantes desde prescolar a bachillerato no pueden ser peores, por un lado, las encuestas lo ilustran y por el otro la situación de ellos en el momento de ser evaluados en lo referido a conocimientos y desarrollo de destrezas lo confirman.
Un informe del Ministerio de Educación en Colombia habla de 243.801 estudiantes desertores del sistema educativo y solo el 14,4 por ciento terminó el año en la llamada alternancia, un modo de asistir a clases combinando las remotas con las presenciales, sin que haya sido obligado el estudiante a tomarlo por lo que muchos niños y jóvenes respaldados por sus padres o familiares cercanos optaron por mantenerse en la mal llamada “virtualidad”.
Si la cifra aproximada que da cuenta del número de desertores del sistema escolar enciende las alarmas ante lo que puede suceder en el futuro con estos y estas niños y niñas, jóvenes y señoritas, el número de reprobados debe poner a pensar en el futuro del país.
Mucho se venía hablando desde años atrás de la pandemia con respeto a la importancia de una educación con la calidad y para todos. En el logro de este propósito se había trabajado las últimas tres décadas y si bien aún quedaba mucho por hacer, se había mejorado e iba en ascenso. Pero con la llegada de la pandemia y todo cuanto se debió hacer para proteger al máximo la vida de la mayoría de la población, entre lo que se cuenta la suspensión de las clases presenciales para improvisar en una modalidad de formación nunca probada antes como fue la de las clases remotas, acudiendo a recursos tecnológicos como el de la internet que posibilitó el uso de las llamadas plataformas y también el de las redes sociales como whatsapp, que de ser un medio para la comunicación inmediata y el chismorreo pasó a convertirse en un instrumento imprescindible para las actividades cuasi escolares.
Aparte de estos mecanismos que posibilitaron en alguna forma la interacción entre docentes y estudiantes, se acudió allí donde no pudo contarse con la conectividad al modo, este si de a pie, de distribución de guías impresas que debieron de llegar hasta donde los estudiantes para que las desarrollaran y así suplir las clases presenciales, aprendiendo al tenor de su interés y propia responsabilidad. Los esfuerzos tanto de los estudiantes como de sus familias y de los profesores para poder sobrevivir ya no a la pandemia si no a las exigencias de un proceso educativo efectivo y eficaz pasaron de ser los propios de cualquier faena laboral a los dolorosos y agotadores de un trabajo que demandaba cada día mayor predisposición, mejores recursos, mucha más atención y motivación.
Precisamente todo lo que con el transcurrir de los días escaseo tanto en los estudiantes, como en sus familias, y hay que decirlo, en los profesores que poco a poco comenzaron a ver como del otro lado de las pantallas de las computadoras y teléfonos celulares se acallaban las voces, desaparecían las imágenes y dejaban de llegar los mensajes con los resultados de las actividades, para al final, hoy, contar que muchos desfallecieron en el camino y los pocos que persistieron lo hicieron como los náufragos agarrados a un pedazo de tabla, quizá no a la espera de que los salven sino del segundo aquel en el cual deberían renunciar a seguir a la deriva y hundirse pero los socorrieron. Ahora si bien se puede decir que son los sobrevivientes del naufragio, por lo pronto no puede celebrarse sino solo eso.
Por: Ricardo Sarasty.

