Pensar en qué es la escritura desde el mismo acto de escribir es dejarse llevar por el movimiento cifrado de la pregunta que circula los vocablos. En esa dimensión, se busca un espacio que da lugar al escrito.
No se trata ni de una separación ni de la manifestación de una realidad desvinculada, más bien de un aparecer de las palabras y de una apertura al interior de estas para percibir lo que se esconde en su esencia. Este gesto involucra, de un lado, la aparición de una antescritura que, en estado suspendido, precede a lo escrito; y del otro, la posibilidad de ver brotar en ese fulgor el sentido de creación de las palabras. En proceso, la escritura inventa una nueva subjetividad y corporalidad que se tensan en los límites del escrito, revelándose como acontecimientos, a la vez, que se desplazan y resignifican.
Todo se concreta en un movimiento de manos, en volver los dedos hacia aquello que se persigue en el teclear y aun está en un exterior recuperable: la llegada de las palabras. La escritura se convierte en una «experiencia de los límites».
La página es memoria, la creación de una cadena de recuerdos que convergen: hay una sobrecarga de sentido en el blanco de la página. En eso consiste el tópico de lo indecible que persigue las palabras, «lo indecible busca el decir», afirma Juan Miguel Hernández. En el punto de superlativa tensión con el sentido, en la verdad del estallido, es donde se produce la escritura.
«El lenguaje se convierte en espacio y lugar de la manifestación. El origen hacia el que tiende la escritura tiene una profundización aclaradora: el “ despertar de las palabras».
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La memoria de lo escrito no pertenece a la página, sino que a ésta le sobrevive o llega. Palabra secreta que se sustrae a la palabra escrita o que se está escribiendo-re-leyendo. Así, la palabra remite a la soledad y a la puesta en abismo de la escritura misma.
Hay que señalar el hecho de que el destino de la escritura es el de manifestarse. El lenguaje se convierte en espacio y lugar de la manifestación. El origen hacia el que tiende la escritura tiene una profundización aclaradora: el despertar de las palabras.
El sitial es el margen de la página, en un filo, que surge porque la palabra retrocede, en virtud del acontecer que ella deja. Por eso, la escritura no se oye o se lee: nutre.
Lo anterior se resume en que escribir es una «experiencia de la luz». No es que el autor escriba y el lector lea un texto, es que ambos lo habitan iluminados. Resulta en gran medida una revelación inconmensurable. No se puede comunicar una experiencia, se puede invitar a otro a tenerla. De ahí la grandeza de la escritura, su eficacia, que permite alojar y albergar lo que la rebasa y desborda: la misma página escrita.
Por: Jonathan Alexander España Eraso

