Pude leer «El libro del duelo» de Ricardo Silva Romero, al que me había resistido porque sentía que no podía ser mayor paradoja al presente que habito -constantemente-. Pero más allá de las lamentaciones personales, puedo decir que, hallé en sus letras un grito para reivindicar la memoria, un saludo a la bandera maltrecha y polvorienta de este país que mira indiferente las muertes y los dolientes que dejan, sobre todo, cuando son violentas; un territorio de nostalgia y zozobra.
Quisiera decir que como muchos otros libros, este me trajo calma, pero no, no sucedió así; este libro me incomodó, como deben hacer los grandes volúmenes, como deben sentirse los relatos, según Kafka. Me hizo sentir tan invadida y avergonzada por ser lejana a tantas realidades, que sólo pude llorar entre las pausas del relato.
Es cierto que muchas veces vemos en nuestras realidades las más complejas, sin embargo, Colombia es un campo minado de historiales crueles. Así, Don Raúl Carvajal murió predicando la historia de su hijo, quien fue víctima de las ejecuciones extrajudiciales por resistirse a asesinar a inocentes; ojalá su imagen se erija como estandarte y que en Bogotá y el país entero, las fibras de la conciencia se vean trastocadas por el discurso de la lucha; que se vea arrebatado el miedo cuando se trata de buscar la justicia, la verdad, la reparación y las garantías de no repetición, sin que eso signifique para quien se mantiene en pie, una sentencia anticipada de muerte.
Leer siempre es una invitación a habitar otros mundos pero también a identificar la diversidad del propio. Una invitación a entender que no sólo se trata de ver el dolor personal como absoluto, sino además, comprender que existe más en el llanto, la guerra, las desapariciones, las políticas autoritarias, la desigualdad.
Ricardo Silva y otros autores, nos permiten hacer memoria desde la literatura.

