Por: Manuel Antonio Rosero Trejo
Estos días son una buena ocasión para buscar el silencio y recargar energías para seguir con la rutina diaria, pero en un país como el nuestro tan folclórico y hasta cierto punto superficial, en donde los escándalos de ayer pasan al olvido en un soplo por el ruido que generan los escándalos de hoy, son sanas estas pausas que en cierto modo que propician el silenciamiento y la soledad.
En ese sentido no hay paz, personal y colectiva, si no somos capaces de liberarnos de vez en cuando del tráfago bullicioso que nos atosiga a toda hora. Un silencio que, por supuesto, no puede ser sinónimo de cobardía y evasión, sino que es la búsqueda sincera de nosotros mismos.
Somos, por regla general, unos eternos fugitivos de nosotros mismos. Tenemos miedo a escudriñar nuestra intimidad, porque nos aterra descubrir la propia mentira. Por eso hablamos, gritamos, perifoneamos y nos dejamos invadir por la cultura del ruido. Todo, menos escucharnos a nosotros mismos. La verdad cuesta y duele. Entonces cerramos los resquicios al propio sinceramiento y nos desparramamos en palabras.
Por higiene mental importa, pues, aprovechar los recodos de silencio que nos depara la vida. No es una huida, sino un reencuentro. No es una deserción, sino la más valerosa forma de fidelidad con nosotros mismos y con los demás. Eso lo saben muy bien, por ejemplo, los monjes y los contemplativos de todas las religiones. Hundirse en un silencio enriquecedor puede convertirse en un regreso, quizás apenas breve y fugaz, pero real, al paraíso perdido.
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Semana Santa es, pienso yo, un buen marco para esta experiencia. El ambiente de religiosidad que se respira durante estos días debería ser mucho más que un simple ejercicio piadoso para tranquilizar la conciencia. O para dar la sensación, sinceramente o en el apagamiento de las creencias, de ser fieles a un credo y a una confesionalidad heredada.
La fe, mantenida a pesar de todo o dolorosamente perdida en el naufragio de la existencia, nos exige siempre ir más al fondo. A ese fondo de silencio contemplativo en el que el rostro de un Dios escondido puede hacer florecer la esperanza. Como un jazmín que se abre en la noche y perfuma la oscuridad, el silencio. Y la soledad.

