Sanar se volvió un imperativo moral. No basta con vivir: hay que procesar, entender, cerrar ciclos, identificar patrones y ponerles nombre en inglés. Si no estás sanando algo, parece que estás fallando como adulto consciente.
El problema no es la introspección, es convertirla en tarea infinita. Cuando todo se interpreta como trauma potencial, la vida deja de ser experiencia y se vuelve expediente. Cada emoción se analiza, cada error se patologiza, cada incomodidad se convierte en “algo que trabajar”.
La idea de que todo debe resolverse antes de seguir viviendo es paralizante. Nadie está completamente sano. Nadie llega a un punto final de equilibrio emocional donde ya no se equivoca ni sufre. Esa versión de persona no existe fuera de los reels motivacionales.
Además, sanar se volvió una forma elegante de postergar decisiones difíciles. “No estoy listo” suena más noble que “me da miedo”. A veces no falta sanación, falta acción torpe pero honesta.
Hay cosas que no se curan pensando, sino viviendo distinto. Hay duelos que no se cierran, solo se acomodan. Hay inseguridades que no desaparecen, pero dejan de mandar.
La sanación no es limpieza total, es convivencia. Aprender a moverte con tus grietas sin que definan cada paso. Y aceptar que algunas preguntas no tienen respuesta terapéutica, solo continuidad.
