Columnista Carlos Eduardo Lagos

La memoria que migra, pero no se extingue

Por: Carlos Eduardo Lagos

La historia del sur colombiano está escrita con pasos firmes, con migraciones silenciosas que unieron pueblos enteros, con familias que cruzaron montañas buscando un lugar donde la vida doliera menos. La mía es una de esas historias. Mi padre nació en Imués, y su familia, como tantas otras nariñenses, migró hacia Pasto en razón de la violencia, antes de que una nueva migración los llevara al Tolima profundo, a Chaparral, donde años después también nacería parte de mi historia.

Ese tránsito —Imués, Pasto, Chaparral— es mucho más que un recorrido geográfico: es un retrato exacto de la Colombia que se rehizó después de la Violencia política y las tensiones del Frente Nacional. Una Colombia que no tuvo tiempo para el duelo porque la supervivencia pedía decisiones inmediatas. El sur del país lo sabe: aquí cada familia es, en el fondo, una historia de migraciones internas, de reconstrucción y de afectos trasplantados.

La canción Las Acacias, de Silva y Villalba, funciona como metáfora perfecta: una casa que queda vacía, un viento que gime, unas tapias que se caen. Pero la esencia no muere. La memoria se rehace en otras cocinas, en otros patios, en otras aceras donde los niños juegan sin saber que vienen de un linaje marcado por la huida y la esperanza. Así ocurrió con los míos: lo que se perdió en Imués se volvió fortaleza en Pasto; lo que se dejó atrás en Pasto floreció en Chaparral.

El sur ha aportado al país una virtud que pocas regiones conocen tan bien: la capacidad de mantenerse de pie en medio del derrumbe. El campesino nariñense que migra no olvida su tierra: la lleva en el acento, en la comida, en la música, en las artes y en las manos curtidas por el campo. Y cuando llega a un nuevo hogar, no solo se adapta: siembra; y así, lo que siembra —paciencia, trabajo, comunidad— termina transformando el territorio que lo recibe.

Por eso, cuando el país parece discutir sobre todo menos sobre lo esencial, vale la pena volver la mirada al sur. Esta región entendió hace décadas que la memoria no es un peso, sino raíz. Que las casas vacías no son ruinas, sino puntos de partida. Que la identidad no se pierde cuando se migra: se agranda. Se vuelve doble, triple, se multiplica en los hijos que crecen lejos, pero llevan su historia en los ojos.

En este 29 de noviembre —fecha que comparto con mi paisano Darío Echandía— recuerdo que la vida de una persona es también la vida de sus migraciones. La mía une a Nariño con el Tolima y demuestra que el país se sostiene gracias a los que reconstruyen en silencio, mientras los poderosos discuten en voz alta.

Que siga sonando Las Acacias en los patios de Pasto y en las laderas de Imués, población donde escuché por primera vez esta canción mientras caminaba por Cuarchud, en un verano de mi niñez.