Afirmaba Wittgestenstein que: “los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo” por lo que vale formular la pregunta ¿en momentos como el que se vive, cuando el libre uso de la palabra queda restringido para ciertos grupos sociales, ¿qué tan amplio es el mundo que se les ofrece a los que tienen que callar o no encuentran quien los escuche? Por allá en el siglo XII el acceso al uso de la palabra escrita estaba restringido a las autoridades eclesiásticas y a unos pocos cortesanos por lo que el mundo que circundó al habitante de las villas medievales no pasó de contar con unas dimensiones tan cortas que apenas se hizo a la idea de alcanzar en él, con lo estrictamente necesario para sobrevivir los suficientes días requeridos para alcanzar a salvar su alma del pecado original o la culpa heredada. Nada que no saliera de la boca de los autorizados para hablar y (o) escribir tenía sentido o debía convalidarse como verdad, por lo que quienes lo hacían eran proscritos de todo lugar, puestos bajo custodia severa para evitar de que lo hagan, ya confinados en sus propias casas o bajo arresto en las mazmorras.
En estos tiempos cuando se defiende la libertad de prensa porque ella también comprende tambien la libertad de expresión y pensamiento, es oportuno volver la vista hacia aquellos días de cuando solamente los que oficiaban como apologistas de la verdad revelada podían proclamarla y no solo hacer esto, sino que también obligar a ser escuchados y a creer ciegamente en su verbo sin caer en la tentación de tratar de comprenderlo y menos de comprobar, si no todo, al menos lo que la experiencia o el contacto con la realidad permitía hacerlo. Pero algo más que una simple suma de siglos separa al aldeano medieval del cosmopolita de la postmodernidad, entre el analfabeto feudal y el ilustrado de la era industrial se interpone el ejercicio del raciocinio, la capacidad para pensar de manera lógica y la autonomía fundamentada en ese actuar lógico. Por lo que no se puede ni se debe permitir dejar que unos pocos hablen por todos, como si de verdad fueran los intereses de ese puñado de hombres y mujeres las necesidades de los otros las otras. Lo más significativo de lo heredado de la ilustración es el haber recuperado para toda la humanidad el derecho a pensar como individuos y por su virtud poder renunciar a formar parte del rebaño.
No obstante, en los tiempos de cuando se descubre que de verdad el mundo es ancho y ajeno, precisamente hoy cuando todo parece favorecer y proteger las libertades de todos, lo más cierto es que se insiste en ejercer el poder para lograr la apropiación de la palabra e impedir que hablen y (o) escriban los desposeídos, los subyugados, los inermes, mostrando su verdad. Claro que ya no como se lo hizo durante el oscuro medievo, alegando total potestad sobre la palabra puesto que, esta como divina, no podía estar en la boca de cualquiera. En estos días se alega propiedad sobre ella y su significación demostrando poseer legalidad, cientificidad y, si también, aun su herencia divina. Valores que solamente pueden ostentar los que pueden comprarla o pagar por lo que con ella se logre, puesto que todavía se tiene la convicción de que quien posee la verdad posee el poder. Todo sobre la base, ya no de la fe por la fe, si no de una razón cooptada y convertida en instrumento de dominio por los que desde su opulencia pueden imponerla a través de los medios masivos de comunicación. No otra es la causa por la cual las grandes multinacionales se apoderaron de la prensa “libre”. ricardosarasty32@hotmail.com

