La noticia cae como un relámpago sobre la piel de un país que ya conoce demasiado bien el sabor metálico de la corrupción. Emilio Tapia, el contratista que se convirtió en símbolo de los desfalcos más sonados de la última década, vuelve a pisar la calle. Su nombre está tatuado en la memoria colectiva: el carrusel de la contratación en Bogotá y el escándalo de Centros Poblados, dos cicatrices abiertas en el cuerpo de la nación. Ahora, tras cumplir 90 meses y 10 días de condena, la juez Claribel Onisa Fernández Castellón, del despacho de Ejecución de Penas de Barranquilla, le concede la libertad condicional. Un beneficio que se extiende por 27 meses y 11 días, como un pacto de prueba con la justicia, pero que en la retina pública se siente con desazón
El eco de su salida de la cárcel El Bosque no es un simple trámite judicial: es un gesto que sacude la confianza en las instituciones. Tapia, cerebro de entramados que drenaron millones del erario, vuelve a caminar bajo el sol caribeño mientras la juez que lo favoreció enfrenta investigaciones disciplinarias por presunto favorecimiento. La ironía es brutal: quien debería custodiar la ley se convierte en sospechosa de inclinarla. La libertad de Tapia no borra sus condenas, pero las atenúa en la percepción social, como si la impunidad se disfrazara de procedimiento legal.
El país recuerda que con Centros Poblados se evaporaron recursos destinados a conectar escuelas rurales con internet, un fraude que dejó a niños sin acceso a la red y a comunidades enteras atrapadas en el silencio digital. El carrusel de la contratación, por su parte, fue un festín de contratos amañados que convirtió la obra pública en botín. Tapia no fue un actor secundario, fue protagonista, arquitecto de trampas que desangraron la ciudad y el Estado. Su nombre se repite como un mal riff en la crónica de la corrupción, estridente, incómodo, imposible de ignorar.
La libertad condicional lo obliga a firmar compromisos y mantener cauciones, pero la calle lo recibe con un aire de sospecha. No hay absolución, solo un beneficio condicionado. Sin embargo, en la narrativa nacional, cada vez que un condenado por corrupción recupera la libertad, la sensación es la misma: la sombra de la impunidad se extiende. Tapia camina, pero detrás de él se arrastra la memoria de contratos rotos, de escuelas desconectadas, de una ciudad saqueada. La justicia habla en tecnicismos; la sociedad escucha en gritos.
El caso Emilio Tapia no es solo un expediente judicial, es, lamentablemente, un espejo roto donde se refleja la fragilidad del sistema. Su libertad condicional es un recordatorio visceral de que las cicatrices de la corrupción nunca cierran del todo.

