“No creo en nada” suena profundo, pero casi nunca es cierto. Generalmente significa “no confío en lo que no controlo” o “desconfío de las autoridades, pero confío muchísimo en mi intuición”. Es una postura que se presenta como neutral, cuando en realidad está llena de creencias implícitas.
Todos creemos en algo. En patrones, en narrativas, en personas, en experiencias previas. Incluso el rechazo a las creencias es una creencia: la idea de que dudar de todo te vuelve más lúcido. El problema no es creer, es no saber qué estás creyendo.
El escepticismo sano cuestiona todo, incluido a sí mismo. El escepticismo performativo solo cuestiona lo que le incomoda. Se burla de la fe ajena, pero defiende con uñas y dientes sus propias corazonadas. Dice “haz tu propia investigación”, pero solo acepta conclusiones que confirmen lo que ya pensaba.
Vivimos en una época donde la desconfianza se volvió identidad. No confiar parece sinónimo de inteligencia. Pero desconfiar sin método no es pensamiento crítico, es intuición con ego. Creer que uno está libre de sesgos es el sesgo más común de todos.
La paradoja es que quienes dicen no creer en nada suelen creer en cosas muy frágiles: hilos virales, anécdotas aisladas, experiencias personales elevadas a verdad universal. Rechazan consensos complejos porque son imperfectos, pero abrazan explicaciones simples porque son cómodas.
Creer no es el problema. El problema es no revisar las creencias. No preguntarse de dónde vienen, a quién benefician y qué evidencia las sostiene. La lucidez no está en negar todo, sino en sostener ideas con la ligereza suficiente para soltarlas si la realidad las contradice.
