Por: Ricardo Sarasty
Es la misma de cualquier fanático convencido de que con demostraciones de poder se alcanza cuanto se desea. Porque ser poderoso es lograr que nada quede por fuera del dominio logrado con tan solo poner la sabiduría, la fe, la riqueza, las leyes y la fuerza sobre la existencia de los demás para negarlos hasta desaparecerlos. Que parece ser el propósito de cada del primer ministro israelí desde que se despierta hasta cuando vuelve a dormir, que por lo visto es muy poco o no lo hace, igual a como sucede con los reptiles, cuyo cerebro reducido al solo sistema límbico no les permite el descanso y en quiénes solo es posible el instinto de supervivencia por lo que siempre se mantienen listos para el ataque sin contar siquiera con una mínima capacidad para razonar.
Pero tratándose de Netanyahu y de otros que igual a él actúan convencidos de que la única manera de hacerse sentir es mediante el estallido de las bombas sin reparar en las consecuencias, su desprecio por la vida de aquel considerado enemigo obedece, ya no a la carencia de razón, sino a un pasado en el que soportaron sobre sus espaldas el látigo y en sus rostros la ofensa. Por lo que aprendieron bien que esa era la única forma de ejercer el poder y para lo que servía. Enseñanza que una vez convertidos en amos, con el látigo en las manos, ebrios de poder los lleva a creer hasta el convencimiento de que solo así les es posible obtenerlo todo y más de lo que les es necesario.
¿Qué es lo que no pueden imaginar los poderosos que sea posible y ellos deban de obtenerlo por la fuerza? Ni si quiera ocupan parte del tiempo empleado en planear y ejecutar la guerra, en calcular la cantidad de fuerza requerida. Están tan seguros de poseer toda la fuerza necesaria que no dudan en demostrar que nada le es imposible, si lo requirieran conquistarían todos los continentes con solo decidir hacerlo. Así lo creen Netanyahu y todos esos que igual a él reivindican el empleo de la fuerza desmedida en contra del enemigo y de todo cuanto les es cercano o de su propiedad. Pero se equivoca el primer ministro judío y todos los que lo rodean y admiran, porque lo que no aprendió este iracundo mandatario de su fatal pasado es que la fuerza también tiene su límite, que nunca la fuerza inconmensurable descargada sobre el enemigo lo ha convertido en su aliado. De lo que la historia da cuenta, la de los judíos es un ejemplo, es que la fuerza convierte al enemigo en esclavo y el esclavo siempre será un enemigo, puesto que a punta de castigos y vejámenes no es posible convencer a nadie de lo bueno de la tolerancia. El efecto de la dura mano sobre la cara y la punta de la bota en el trasero es siempre una respuesta igual o peor. Así ha sucedido y sucede, pero no debido a la ley de la acción y la reacción sino a que la cantidad de dolor causado en los cuerpos y los espíritus, a la magnitud de las cicatrices dejadas en la piel y el alma, por la fuerza con la que golpeo el látigo, así se diga que, por obra de la mano de Dios, produce tanta sed de venganza que hace imposible cualquier pacto de amistad.
La ceguera de Netanyahu y de todos aquellos que hablan de combatir al enemigo dándole a conocer que tan poderoso se es empleando la fuerza, nunca les permitirá entender que así no se convierte al rencoroso en amigo, en tanto que con la fuerza se contiene un ataque más no es la solución del problema.

