Colombia amaneció el pasado 23 de noviembre con la noticia de que, Rodolfo Palomino, el exdirector de la Policía que durante años fue vendido como “el comandante ejemplar”, ahora aparece condenado por la Corte Suprema por tráfico de influencias. No es cualquier falta: usó su cargo para torcerle el brazo a una fiscal y favorecer a un empresario investigado. Otra vez el poder usando el poder para salvar al poder. ¿La sorpresa? Ninguna. ¿La indignación? Toda.
Lo cínico es cómo el caso, que viene desde la era Santos, explota justo ahora en un país donde la gente ya ni sabe si la corrupción es excepción o ADN. La condena a Palomino derrumba ese decorado oficial que por años nos vendieron: el del general impoluto, el del héroe blindado por charreteras y discursos. Qué va. Bajo el brillo del uniforme había lo mismo de siempre: favores, presiones, y esa vieja costumbre de confundir “autoridad” con licencia para intervenir.
Y no, esto no es sobre izquierda o derecha. No es sobre Petro ni Uribe ni Santos. Es sobre esa élite que se recicla con placa, traje o micrófono y que jura que el país debe aplaudirles la “entrega al servicio”, mientras ellos acomodan procesos, hunden expedientes y cuidan amigos. Colombia no se pudre por ideología, sino por costumbre.
Lo de Palomino es un espejo. Y si no nos gusta lo que refleja, tal vez sea hora de dejar de limpiar el marco y mirar el vidrio de frente.

