Hay muchos modos de hablar del tiempo: De lo que pasó el año anterior, del mes que apenas acaba de terminar, de lo que pensamos hacer durante esta semana, del anhelado proyecto para dentro de tres años.
Vemos el tiempo en dos dimensiones. Una, lo que pasó, y desafortunadamente no podemos cambiar. Otra, lo que está por ocurrir, y no hay certeza que ocurra.
En ocasiones, usamos expresiones que indican que ya no queda tiempo, que urge hacer esto o lo otro cuanto antes, que posponer aquel asunto tendrá consecuencias más o menos graves en las próximas semanas.
En esas expresiones manifestamos, por un lado, cierta inquietud, sobre todo si tenemos miedo a tomar decisiones equivocadas o a omitir otras que resultan urgentes. Por otro, cierta seguridad: Si emprendemos a debido tiempo una tarea, lograremos resultados importantes y también, así lo esperamos, buenos.
En realidad, ninguna opción en el presente tiene garantías de lograr las metas previstas para el futuro, porque el futuro está rodeado de mil imprevistos que ni la mejor computadora del mundo puede predecir.
La incertidumbre respecto del mañana, además, se construye desde dos experiencias. La primera: Los seres humanos estamos sujetos a cambios de todo tipo. La segunda: Las demás personas, el clima, la tierra, es decir todo nuestro entorno, no garantiza nada estable.
A pesar de las incertidumbres que rodean el futuro, sabemos que podemos tomar buenas decisiones, al menos en sus ideales. Luego, lo que pase queda en manos de Dios y de una historia humana llena de imprevistos.
Por eso, cuando tomamos conciencia ante el tiempo que nos queda de nuestras responsabilidades y de todo aquello que puede influir en otros, podemos realizar decisiones más prudentes y, sobre todo, más buenas.
Somos el tiempo que nos queda, revelador en estos tiempos que estamos viviendo, cuando todo parece querer empezar de nuevo, con la esperanza que por fin la oscuridad de la pandemia y sus secuelas de todo tipo vayan comenzando a ser un recuerdo. Cansados de tanta tensión, todos soñamos con que esto termine por fin y podamos volver a vivir como vivíamos antes de que la pandemia vírica se desatara sobre la humanidad.
Así actuamos según la esperanza, esa virtud que nos permite confiar en Dios y en tantas personas buenas que abren horizontes de justicia y de consuelo, y que nos impulsa a decisiones orientadas a mejorar un poco la vida de quienes de algún modo están relacionados con nosotros, mientras recorremos juntos una parte del camino de la historia humana.
Lo importante tiene que ser el timón que gobierne el barco de nuestra vida. Dedicar tiempo, no solo al absorbente trabajo, sino a la familia, a los amigos, al ocio es sin duda alguna la opción más razonable. Buscar un equilibrio razonable en nuestra vida, atendiendo a lo importante, evitará que caigamos en una sensación de “no llegar”, de sentirnos estresados y acabar con esa sensación de miedo al sentir que la vida se nos está escapando.
Por: Narciso Obando López, Pbro.

