El síndrome del impostor no es modestia

Sentirse impostor no es humildad refinada. Es una respuesta psicológica bastante común en entornos donde se espera competencia constante y seguridad absoluta. El problema no es dudar, es creer que eres el único que duda.

El síndrome del impostor aparece cuando confundes desempeño con identidad. Hiciste algo bien, pero no lo incorporas. El éxito se archiva como accidente, la falla como prueba definitiva. El cerebro juega a favor del miedo.

Este fenómeno no discrimina por talento. De hecho, suele afectar más a personas competentes, porque son más conscientes de lo que no saben. Cuanto más entiendes un campo, más notas sus grietas. La ignorancia, en cambio, viene con confianza gratuita.

El riesgo real es normalizar esa voz interna como verdad. Convertir la duda en personalidad. Ahí deja de ser motor y se vuelve freno. Empiezas a autoexcluirte, a minimizar logros, a vivir con la sensación de que en cualquier momento alguien descubrirá “la verdad”.

Pero no hay verdad oculta. Nadie sabe tanto como parece. La mayoría está aprendiendo en público, improvisando con más o menos estilo. La competencia no elimina la inseguridad, solo la disfraza mejor.

Aceptar que no te sientes listo no significa que no lo estés. Significa que estás consciente. Y eso, bien usado, es una ventaja.