EL ODIO ESTÁ ACABANDO EL PAÍS

Colombia que debería estar marcado por la esperanza, el debate de ideas y la construcción colectiva de futuro, nuevamente escuchamos detonaciones que no provienen de una guerra externa, sino del ODIO INTERNO que corroe lo más profundo de nuestra democracia.

El reciente atentado contra un precandidato presidencial no es solo un hecho aislado de violencia; es el reflejo de una enfermedad crónica que ha acompañado a Colombia desde sus albores como república. Personajes trascendentales como Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán Sarmiento, Álvaro Gómez Hurtado, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa pagaron con su vida el precio de ideales que otros prefirieron silenciar con sangre. Creímos, ingenuamente, que esos tiempos quedaban atrás. Pero hoy, las nuevas generaciones, criadas en la aparente calma de una paz relativa, comienzan a conocer aquellos años de zozobra y miedo, de violencia paramilitar, guerrillera y narcotraficante. Sin embargo, los fantasmas del pasado parecen despertar nuevamente; por eso es importante conocer  y analizar nuestra historia.

La polarización en Colombia no es nueva, pero sí adquiere formas cada vez más perversas. Dirigentes políticos, algunos movidos por estrategias maquiavélicas, han convertido el desacuerdo en enemistad, la crítica en traición y la diferencia en peligro. Esta dinámica se ha visto exacerbada en los últimos años, especialmente desde el primer gobierno de izquierda en la historia republicana del país. Gustavo Petro, como primera autoridad ejecutiva, tiene sobre sus hombros la responsabilidad de ser garante del Estado de derecho, de la convivencia ciudadana y del respeto a las instituciones. Sin embargo, su discurso muchas veces parece alejarse de esa meta, promoviendo no el diálogo ni la construcción conjunta, sino un lenguaje cargado de confrontación, exclusión y, en últimas, odio hacia quienes piensan distinto a él.

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Este tipo de liderazgo no construye nación; la fractura aun más. No puede haber reconciliación nacional si el mensaje oficial fomenta diariamente la división entre «nosotros» y «ellos»; “ricos y pobres”; “blancos, negros y mestizos”; “empresarios y trabajadores”. La política no debe ser una guerra disfrazada de urnas, sino el espacio donde confluyen voces diversas para buscar soluciones comunes. El odio político, cuando se institucionaliza, termina legitimando la violencia física. Y eso ya lo hemos vivido antes.

Colombia necesita urgentemente dejar atrás esta cultura del aniquilamiento del otro. Necesitamos líderes que entiendan que representan a todos, no solo a sus bases. Que comprendan que gobernar no es imponer ideas, sino tender puentes y entender las diferencias. Porque si no cambiamos el rumbo, si seguimos alimentando el resentimiento y la intolerancia, el único camino que nos espera es el mismo que tantas veces nos ha hecho caer: el de la muerte de la democracia y el auge de la barbarie.

No podemos permitir que el odio siga definiendo nuestro destino como país. Es hora de sanar, de recordar, de aprender. De construir juntos un futuro diferente.

Por: Javier Recalde Martínez.

javierecalde.jrm@gmail.com