Nos guste o no, el fracaso es una parte inevitable de la vida. Lo enfrentamos en el hogar, en el trabajo, y en la vida cotidiana. Desafortunadamente, no le damos un alto grado de valor al fracaso, por ello las personas a menudo no están equipadas para enfrentarlo cuando se presenta. Pero el fracaso puede ser una de nuestras herramientas de aprendizaje.
Un fracaso, una derrota, un pecado, pueden convertirse en un momento de gracia, en una experiencia íntima del amor que Dios nos tiene. Eso ocurre cuando el fracaso nos abre los ojos ante nuestra fragilidad, cuando con humildad reconocemos que estamos hechos de barro y necesitamos ayuda.
Porque existe el peligro, cuando el éxito llega a nuestra vida, cuando las cosas van sobre ruedas, cuando realizamos continuamente nuestros planes, de caer en la autosuficiencia, de adormecernos en una seguridad engañosa, y así poco a poco nos olvidamos de Dios.
En cambio, el fracaso nos pone los pies sobre la tierra ante la realidad de todo lo temporal y terreno: Aquí no hay nada seguro, no tenemos en esta tierra una morada permanente, esa es nuestra verdad.
Cuando llega el momento del fracaso, cuando tenemos problemas de salud, cuando los “amigos” empiezan a escabullirse uno a uno, y el trabajo ya no satisface o ya no da para vivir, es el momento de abrirnos a la gracia.
Sorprendentemente, como había afirmado un monje anónimo del siglo XVII, al llegar a los extremos límites de nuestras posibilidades en nuestra existencia, estamos listos para dejar actuar al Espíritu Santo en nosotros.
Hemos alcanzado una experiencia de vacío. Ya no podemos engañarnos con una soberbia cegadora. Dejamos campo libre a la acción de Dios, que “tiene necesidad del vacío para llenarlo con su presencia”.
Entonces, el milagro de Dios se hace realidad. La acción de Dios no solo suple nuestros límites, sino que llega mucho más lejos de lo que humanamente hubiéramos podido alcanzar. Experimentamos en nuestra vida lo que san Pablo expuso en sus cartas: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”; “pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte”.
El verdadero éxito no proviene de la riqueza y los logros, sino de encontrar tu “por qué” de ser. Las personas exitosas son aquellas que viven de ese lugar donde el regalo único que Dios les ha dado es devuelto al mundo en un servicio humilde y alegre.
El fracaso te ayuda a encontrar tu punto óptimo en la vida, instándote a seguir intentándolo, aunque todo lo que tienes dentro quiere renunciar. Seguramente, al mirar hacia atrás, puedes ver cómo cada experiencia de fracaso te acercó un paso más a darte cuenta de la voluntad de Dios para tu vida. Una vez que veas esto por ti mismo, al examinar tu propia experiencia a través de los lentes de las Escrituras, puedes ayudar a otras personas a verlo por sí mismos.
Por: Narciso Obando López, Pbro.

