Desde los planteamientos del filósofo español Fernando Bárcena, el ejercicio de la lectura se debe concebir como una poética del leer más que como una política de la lectura. En esa medida, leer y escribir se convierten en lugares donde las palabras, nacidas del reflejo, se donan como ofrenda.
¿Cómo uno mismo se relaciona en tanto escritor y lector de un texto? Sería válido sugerir una erótica de la interpretación en la que no se propone una lectura desplegada en sí misma gracias a su propio ejercicio sino una apertura plena y desnuda con el escrito. Lo anterior, se puede resumir en que las palabras respiran en cada lector, son su aliento, al punto que el escritor se nombra por lo que escribe, y, en consecuencia, el lector se nombra por lo que lee.
Se trata de que la lectura y la escritura, restablezcan la magia de las palabras, dándole cuerpo a sus silencios. Lo que leemos nos interroga a su vez. Somos, de repente, el libro que abrimos, su ilusión y su desamparo, divididos por nuestras contrariedades, por nuestra imposibilidad de ser lo que queremos ser.
«Se trata de que la lectura y la escritura, restablezcan la magia de las palabras, dándole cuerpo a sus silencios. Lo que leemos nos interroga a su vez».
Pero dichas contradicciones e imposibilidad son manifestaciones de la creación que permiten un reconocimiento de cada uno con el mundo. En esa dimensión, se asume una preservación del espacio literario desbordado en una pluralidad de sentidos que posibilitan un encuentro entre dos tiempos (el de la escritura y el de la lectura). Así vista esta propuesta, según Bárcena en su libro El delirio de las palabras, «es una buena pista para repensar la idea de lo que significa leer en un contexto en el que maestros y discípulos se reúnen. Porque lo que acontece entre un maestro y su alumno o, más generalmente, entre un adulto y un joven que se reúnen con un propósito más o menos educativo es, ni más ni menos, una relación cara a cara que puede ser para el más joven, pero también para el menos joven, algo humanamente apasionante. Y aquí lo de menos es que haya o no libros. Si los hay, y son los mejores, pues bien. Pero puede haber otra clase de textos. Lo que en cualquier caso puede llegar a darse es un encuentro lector, una relación de lectura entre ambos, mediada por alguna clase de texto, sea un libro, un poema, una obra de arte o una buena película».
El encuentro lector invita al que lee y al que escribe a buscarse. Ahí las palabras creadoras no son algo derivado. Son el hecho singular que inaugura otra instancia de paso, en la fracción de lo escrito que se sustrae al lector.
En el acto de leer se funda un lenguaje de la presencia y de la identidad. Entonces, quien lee y quien escribe desarrollan una trama subjetiva que les permite explicarse y existir. Así las palabras y su ruido es historia en constante cambio, un tejido en cada letra, en el que el encuentro con la pregunta que nos acerca a lo que somos llega y se revela como fuga.
Por: Jonathan Alexander España Eraso