El desafío de la juventud

No hacen falta estadísticas: Un vistazo a cualquier ciudad de nuestro país un fin de semana basta para persuadirnos contundentemente que algo grave les está ocurriendo a los jóvenes.
Padre Narciso

POR: P. NARCISO OBANDO

No hacen falta estadísticas: Un vistazo a cualquier ciudad de nuestro país un fin de semana basta para persuadirnos contundentemente que algo grave les está ocurriendo a los jóvenes. La vestimenta de los adolescentes, la inequívoca estética de las chicas, el consumo de drogas en calles, bares y discotecas, los ingresos en urgencias por intoxicación alcohólica o drogas, las conversaciones que se les escuchan, su comportamiento en el transporte público, el vandalismo que exhiben, los reiterados altercados entre pandillas, etc., constituyen una estampa ciudadana tan habitual como inquietante.

Hoy, pisar un aula cualquier día de la semana ayuda a constatar el escaso interés de los estudiantes por lo que se les ofrece en los centros educativos y no raramente sirve también para darse cuenta del poco prestigio de que goza entre ellos la autoridad, de su tendencia a la gresca, de la alta dosis de agresividad contenida en muchos de ellos y, sobre todo, de su poco entusiasmo por casi todo.

Para completar este cuadro encontramos la constatación de adicciones sin sustancia, es decir, sin drogas. Se trata de cuadros psicológicos de dependencia sin que medie la ingestión de ninguna sustancia: Adición a los celulares, a Internet, a los videojuegos o a la televisión. Una derivación de las conductas adictivas sin sustancia es la búsqueda neurótica de la perfección corporal, sea en la forma de anorexia (cuando la obsesión por el cuerpo perfecto hace que las adolescentes se vean gordas y dejen de comer), de vigorexia (cuando esa misma obsesión les lleva a los adolescentes a verse delgados y a desarrollar obsesivamente su musculatura) o de ortorexia, que lleva a la selección patológica de alimentos estrictamente sanos.

Lo más decepcionante ante este panorama tal vez no sea la inmensa tristeza que produce contemplar a miles de adolescentes y jóvenes con un horizonte vital tan penoso, sino la sensación de impotencia para mejorar la situación. Los padres y educadores, de quienes supuestamente depende la transmisión de los valores de la sociedad, sienten que han perdido totalmente el control de la situación.

Nadie se ve con fuerzas para conseguir que los jóvenes se sientan lo suficientemente satisfechos con la vida y lo bastante ilusionados como para que estén a salvo del conjunto de adicciones al que parecen expuestos. Resulta comprensible que nadie se considere capacitado para mejorar la situación, porque el problema es netamente cultural: Es la sociedad en su propio esquema cultural materialista, consumista y escéptico la que hace, si no imposible, muy difícil que los jóvenes encuentren un sentido desde el que proponerse unas metas capaces de ilusionarles. Una sociedad que gira en torno al consumo y la posesión material, que es marcadamente individualista, crea una atmósfera incapaz de proporcionar un sentido desde el que un joven pueda proyectar ilusionadamente su futuro.

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Hay, me parece, dos respuestas fundamentales a los problemas que aquejan a la juventud. La primera es la que se está llevando a cabo: Mantener los valores de la civilización occidental en el punto en el que se encuentran ahora y continuar sacando agua de un barco que se hunde. La otra respuesta posible es acudir al astillero a encargar un nuevo buque y apostar por una nueva cultura fundada sobre la sobriedad, la apertura generosa a los otros y a la trascendencia.

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