‘Días perfectos’: dignidad, desarrollo humano y la fuerza de la soledad elegida

La película demuestra que, incluso desde la aparente marginalidad, la vida puede alcanzar plenitud cuando se vive con respeto, compasión y atención a lo esencial.

En medio del ruido de las celebraciones de fin de año, cuando el calendario se aproxima a 2026 y la presión por reinventarnos parece inevitable, Días perfectos (Netflix), del director Wim Wenders, irrumpe como un elogio a lo simple y a lo verdaderamente humano. La historia de Hirayama, un limpiador de baños públicos en Tokio, se construye a partir de rituales mínimos: amaneceres contemplados en silencio, casetes analógicos que resisten el paso del tiempo, plantas cuidadas con esmero y fotografías tomadas con una cámara antigua. Todo ello, sin recurrir al drama convencional.

En esa aparente quietud emerge una verdad profunda y provocadora: la dignidad humana no proviene del reconocimiento social ni de la hiperconectividad, sino de la manera en que elegimos habitar lo cotidiano. Esta idea dialoga de forma directa con los fundamentos de los derechos humanos, en tanto la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OHCHR) concibe la dignidad como una práctica diaria y no como una abstracción teórica. La figura de Hirayama encuentra un eco poderoso en el artículo 1.º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), al transformar un trabajo socialmente invisibilizado en un acto silencioso, pero radical, de humanidad plena.

Asimismo, Días perfectos deconstruye prejuicios clasistas asociados a la dignidad laboral y propone una lectura novedosa: la serenidad mundana como criterio interpretativo para resignificar el artículo 1.º de la DUDH en contextos de desigualdad contemporánea. En un mundo hiperconectado donde la precariedad laboral afecta al 61 % de la fuerza de trabajo global (OIT, 2025), la película ofrece un contrapunto sugerente al debate jurídico, al contrastar enfoques positivistas —que entienden la dignidad como un mínimo garantizado por el Estado— con perspectivas fenomenológicas, que la conciben como una experiencia subjetiva y vivida.

La obra de Wenders trasciende la estética minimalista para dialogar con categorías jurídicas esenciales. Tres ejes articulan esta intersección entre cine y derecho: la dignidad inherente frente al prejuicio social, el derecho al desarrollo personal y la soledad elegida como forma de resistencia frente a la desigualdad estructural.

La dedicación casi monástica de Hirayama a la limpieza de los baños públicos, marcada por gestos meticulosos y respetuosos, confronta la narrativa dominante que asocia este tipo de labores con fracaso o frustración. Una escena resulta especialmente reveladora: tras ayudar a un niño perdido, la madre limpia las manos del pequeño con toallitas, en un gesto que encierra una humillación silenciosa, reflejada en la mirada herida del protagonista. Esta vis doloris conecta con la crítica de Martha Nussbaum (2021) al “desprecio aristotélico” hacia ciertos oficios, y se contrapone a la teoría de las capacidades de Amartya Sen (2022), que privilegia la libertad y la realización subjetiva por encima del estatus social.

En el plano jurisprudencial, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reafirmado que la dignidad laboral, derivada del artículo 1.º de la DUDH, prohíbe la estigmatización y exige políticas públicas inclusivas. En este sentido, la resiliencia de Hirayama se convierte en un verdadero exemplum iuris: un modelo narrativo que permite pensar y litigar las humillaciones cotidianas, en consonancia con el llamado del OHCHR a reconocer la dignidad en los actos esenciales de cada día.