Colombia está de luto. No solo porque asesinaron a Miguel Uribe Turbay, un joven líder político, disciplinado, técnico, empático y profundamente comprometido con el país, sino porque su muerte nos recuerda, con brutal crudeza, que aquí aún se mata por pensar diferente. Y lo más doloroso: que quienes intentan tender puentes en medio de la polarización, se convierten en blanco de quienes temen al consenso, porque saben que el verdadero cambio se construye desde la unión y no desde el odio.
Miguel era una figura incómoda para los extremos. Lo fue desde siempre. Un liberal de cuna con bandera en el Centro Democrático, con ideas firmes pero abiertas, con una capacidad poco común en nuestra política: escuchar. Desde la oposición al alcalde Gustavo Petro, cuando fue concejal y secretario de Gobierno en Bogotá en la administración de Peñalosa, demostró que el desacuerdo no es sinónimo de enemistad. Discutía con vehemencia en el recinto, pero sabía bajar la voz al salir. Había espacio para una cerveza, una broma, un apretón de manos. Tenía la rara virtud de hacer oposición sin sembrar odio.
En un país urgido de reformas, Miguel Uribe representaba una posibilidad: la de lograr consensos. Su visión sobre seguridad, institucionalidad y orden público no se basaba en el discurso fácil ni en el populismo penal, sino en conocimiento técnico y contacto directo con la ciudadanía. En tiempos de democracia líquida y likes de quince segundos, Miguel ofrecía una política sólida, seria, coherente.
Por eso su muerte duele más allá de la ideología. Duele a quienes lo admiraban y también a quienes no coincidían con su agenda. Duele porque el crimen no solo arrebata una vida, sino la posibilidad de una política menos incendiaria, más humana. Y duele, sobre todo, porque con cada asesinato selectivo, Colombia pierde una oportunidad de reconciliarse consigo misma.
Es ingenuo pensar que este crimen es ajeno a la política. La escogencia de Miguel como blanco de la violencia no fue casual. Su crecimiento electoral, su habilidad digital, su conexión transversal con las bases ciudadanas, y su liderazgo joven lo convirtieron en una amenaza real para quienes hoy ejercen el poder. Él no era parte del juego polarizante: estaba empezando a romperlo. Su perfil amenazaba no porque dividía, sino porque podía unir. Y eso, para algunos sectores, es imperdonable.
Lo más grave es que, incluso con capturas ya anunciadas, el país siente que no habrá justicia. Una Fiscalía politizada y un sistema paquidérmico cuando le conviene siembran más preguntas que respuestas. La impunidad en crímenes como este no solo es jurídica, también es moral. No basta con detener a los autores materiales si no se investiga con rigor quién o quiénes decidieron apagar la voz de alguien que crecía, no por odio, sino por convicción.
El asesinato de Miguel Uribe Turbay nos duele a todos. A los que compartían su visión de país, y también a quienes no. Porque con él muere parte de la posibilidad de un centro real, de una oposición constructiva, de un liderazgo sin rencor. Hoy la derecha no queda debilitada, como muchos creen; por el contrario, se fortalece, porque el vacío que deja Miguel no será ocupado por el extremismo, sino por más ciudadanos que, como él, creen en la democracia, la legalidad y el respeto por las diferencias.
Ojalá su memoria no se diluya en el ciclo vertiginoso del escándalo y el olvido. Ojalá no sea otro nombre en una lista que ya es demasiado larga. Ojalá entendamos, de una vez por todas, que un país donde pensar diferente se paga con la vida, no tiene futuro.

