Ricardo Sarasty

Cayó el más peligroso delincuente

Son las tres de la tarde del dos de diciembre de 1993. En las oficinas de redacción de todos los medios impresos, en la televisión y la radio comienza a escucharse el ruido de los teletipos, los fax y teléfonos de la época, a través de ellos comienzan a circular entre los periodistas primero los comentarios y las preguntas de cómo fue, con respuestas en el momento cortas y vagas. Para luego, una vez hecha pública la noticia, completarse con especulaciones que la gente elabora en las calles, las oficinas, los talleres, las casas, en donde hubiera un colombiano que entre asombrado e incrédulo oye y repite lo escuchado: Cayó Pablo Escobar. En todas las salas de redacción se buscan en los archivos documentos que les sirva como soporte del suceso y fotos para ilustrar el momento, que luego quedaría para la historia como en la portada de la Revista Semana, con el cadáver gordo y barbado, de camiseta azul, bluyín y sandalias abatido sobre el tejado de una casa. Al lado posa un policía sin uniforme, vestido con bluyín, chaqueta, buso y camisa, que hala parte de la vestimenta del muerto, mientras empuña una pistola. Lo rodean otros uniformados fuertemente armados.

Esta noticia era espectacular, por el muerto que no era cualquiera. El caído convirtió el comercio internacional de la cocaína en el gran negocio, después de que el cacique Miranda lo hiciera con la mariguana. Tanto así que le sirvió para hacerse a la amistad de grandes empresarios y mandamases  regionales de la política, pues de ser reseñado como ladrón de carros paso a ocupar la curul de senador hasta ser descubierto su prontuario y constatar que era el mayor narcotraficante. Por lo que pasó de los Gun clubes a la clandestinidad. Hasta esa tarde había escabullido y doblegado la justicia a tal punto que logro que el Estado construyera una cárcel especial para él y sus compinches.

Pues solo así acepto por única vez ir preso contando con la mediación de otro personaje de aquellos días, el sacerdote García Herreros. De la cárcel conocida entonces con el nombre de la catedral se fugaría meses después, al suspendérsele todas las excentricidades de las que gozaba por las que no se puede decir que estaba preso sino hospedado.

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Afuera, si es que estuvo realmente adentro de una cárcel, organizó con otros capos el grupo de los extraditables, una organización que desataría la más agresiva demostración de poder violento para presionar la abolición de la ley de la extradición, bajo la consigna de preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en los Estados Unidos.

En aquellos días explotaron carros bombas, se asesinó a jueces, ministros y políticos que no se habían dejado corromper, igual que altos mandos de la policía y agentes víctimas del macabro plan pistola. El muerto del tejado no fue uno más dentro del ámbito delincuencial, era el rey de oros al que sostenía para la foto el entonces comandante del operativo, hoy coronel retirado Aguilar, preso por paramilitarismo y patriarca del clan Aguilar, uno de cuyos miembros también está detenido por peculado.

Con relación al operativo que concluyó con la muerte del gran capo, los altos mandos de la policía salieron a contar su versión que da cuenta de una larga y bien organizada labor de inteligencia. Solo que años después se completó con la parte correspondiente a la colaboración de los pepes (perseguidos por Pablo) grupo igualmente de mafiosos que competía con él, por lo que se habían declarado la guerra a muerte. Según don Berna, delincuente que luego integraría las llamadas autodefensas unidas de Colombia, a las cuales perteneció el criminal protagonista de la noticia de esta semana, Alias Otoniel.  

Por: Ricardo Sarasty.