Carta de la Defensora del Pueblo a Colombia

Este año que cierra, en muchas ocasiones, regresé a Bogotá con sentimientos encontrados después de recorridos por capitales, municipios, veredas y comunidades de las distintas regiones del país. Escuché voces diversas, mundos distintos que parecían ajenos los unos de los otros, Colombias separadas, apartadas, no solo geográficamente, sino de los lazos que nos unen como nación. La fría Bogotá, mi ciudad, se sentía como un destino distante en el que la voz de esos territorios no lograba llegar a las más altas esferas del poder. Eso me resulta extraño, porque en esas esferas hay voces que provienen de esos territorios y porque allí también está el dolor de Colombia, pero se ahogan o debilitan en los pleitos políticos que se priorizan en la capital. Bogotá es una ciudad de acogida de cientos de miles de personas que han llegado por diferentes razones y hacen de la capital casa y refugio de todo nuestro país. Y aún así, resulta fría y distante del resto del territorio.

Lo que vi y escuché en los territorios son expresiones de decisiones colectivas que hemos tomado, de deudas que arrastramos y de responsabilidades que no podemos seguir postergando. Hay al menos tres dimensiones de nuestra vida como país que quiero mencionar para que reflexionemos sobre ellas.

En primer lugar, nuestro país ha enfrentado y sigue enfrentando hoy una profunda desigualdad, injusticias estructurales que hemos asumido como rasgos de nuestro ser común. Esa desigualdad alimenta la violencia y nos divide. Cuando un hombre golpea a una mujer, muchas veces su pareja o expareja, lo hace porque no reconoce que sus decisiones son dignas de respeto y, al contrario, se empeña en doblegarla con la violencia: la ubica en el lugar de inferioridad que cree que debe estar frente a sus deseos e intereses. Cuando unos pocos torturan hasta la muerte a una mujer trans ante los ojos de quienes solo deciden grabar un video, transmiten con sevicia y crueldad el mandato de una sociedad que no permite que las personas decidan ser lo que ellas mismas eligen, y no lo que se supone que deben ser. Cuando estando en un país con alimentos para todos y todas algunos pasan hambre, se evidencia que no todas las personas tienen las mismas oportunidades de acceder a los recursos, ni siquiera a los básicos. Cuando grupos armados invaden territorios de pueblos indígenas y les imponen sus reglas, y los pueblos se sienten solos y desprotegidos, se reafirma un mandato de desigualdad para nuestro país. Cuando en medio de discusiones sobre el modelo de salud cada sector se encierra en su razón y decide no ceder, muchos sufren desesperados y sin alternativas y sectores privados amplían sus ganancias, evidenciamos que la angustia de unos no es la angustia de todos.

Esta realidad nos confronta o debería confrontarnos. Todas estas desigualdades y muchas más nos hacen olvidar que estamos en el mismo barco. Sin embargo, cada día me convenzo de que nuestra desigualdad es una elección y no una condena, no es una característica genética de nuestra sociedad. Algunos índices de pobreza y de desigualdad se han reducido. Pero no es esa la principal razón que me lleva a afirmar la esperanza. Estoy segura de que podemos elegir la igualdad y la justicia.

Segundo, estamos en deuda con la naturaleza. Colombia es biodiversida desde los mares con sus praderas, arrecifes y manglares; los ríos que recorren selvas húmedas y bosques secos tropicales; los páramos, las sabanas y los desiertos. Este territorio nos ha acogido con generosidad y no le hemos sido gratos. Tenemos la responsabilidad con nosotros mismos y con la humanidad de convivir armónicamente con el entorno natural que nos alberga; respetar y dignificar a quienes lo cuidan y custodian. Tenemos el deber de reconocer que no nos pertenece y que somos una especie más en un territorio que nos precede y que seguramente estará cuando la humanidad se haya ido del planeta. Convivir en armonía con la Naturaleza es un mandato ético que nos despoja de la soberbia y que además permitirá a las generaciones actuales y venideras tener más posibilidades de sobrevivir. Sin embargo, nuestro territorio y maritorio está afectado por el saqueo y explotación, le resta vida a la Naturaleza y posibilidades de subsistencia a la humanidad.

Tercero, somos migrantes. Millones de personas que habitan nuestro territorio y otros millones de colombianos y colombianas que cruzaron las fronteras estamos unidos en la colombianidad. A nuestro país han llegado millones de migrantes que cruzaron las fronteras de su país para llegar al nuestro. Muchas de esas personas huyen de la persecución, de la violencia, de la exclusión o de la falta de oportunidades en su propio país. Provienen de lugares que muchas veces han acogido a nuestra gente cuando se nos redujeron las posibilidades. Aquí también hay un lugar en la mesa para ellos. La colombianidad no es negación de la humanidad que nos es común a todas las personas que habitamos el planeta.

Hemos enfrentado tormentas, innumerables crisis, pérdidas y dolores irreparables. Y, aún así, muchas personas y comunidades nos dan lecciones de dignidad y supervivencia, se hacen y rehacen en medio de la dificultad, ponen límites, reivindican sus derechos, se oponen a realidades de opresión y miedo. Se niegan a la extinción de sus proyectos y de su dignidad. Pero no hemos convertido el dolor individual o el de algunas colectividades en un dolor común.

Tenemos la posibilidad de decidir compartir el riesgo de seguir navegando juntos. Podríamos empezar por reconocer los sentimientos que nos dividen, que nos han hecho pensar que no podemos tomar el riesgo de continuar el viaje juntos: el miedo, la rabia, el odio, la necesidad de defender nuestros propios intereses, especialmente de aquellos que riñen con la posibilidad de ponernos en los zapatos del otro. Colombia está compuesta de una congregación de proyectos personales o gremiales. El proyecto de salir cada día a resolver nuestra vida, la supervivencia. Cuando tenemos dificultades, ¿Quién nos da la mano? Nuestros próximos que son pocos, y que no se agrupan en forma de Estado o de nación. Le tememos a los que deberían ser nuestros pares, nuestros cómplices, nuestras redes emocionales y políticas. Desconfiamos del Estado, dudamos de los políticos, nos defraudamos de nuestra comunidad. Sobrevivimos desconfiando y teniendo miedo. ¿Quién puede creer en darle una oportunidad al otro así? ¿Si es peligroso escuchar?

Entonces, ante el dolor y la frustración podemos elegir el egoísmo, el odio, la violencia, la descalificación, la tristeza, la desolación. También podemos elegir la fe, el amor, la grandeza, la escucha, la empatía. ¿Qué sentimientos queremos elegir?

Tenemos un gran asunto emocional sin resolver. Puede ser hora de explorar las bajísimas y durísimas emociones que nos dividen, nos hacen temer y desconfiar el uno del otro. Claro, ese temor no es gratuito. Lo hemos acumulado inconscientemente y por generaciones. ¿Cómo convertimos esas emociones en amor, responsabilidad y solidaridad? No sé cuál sea el camino, pero debemos explorar uno que vaya más allá de quién se queda con el poder político en las próximas elecciones. No lo deberíamos ignorar más. Ese dolor nos puede unir. Seguimos teniendo la oportunidad de transformarnos hacia la solidaridad, la fuerza y la esperanza. A pesar de los muchos infortunios que hemos enfrentado en nuestro viaje, podemos elegir continuar juntos y asumir unidos los riesgos.

Este paso no lo daremos solo con una reflexión aprovechando el ánimo -muchas veces pasajero- que nos dan las festividades del fin del año y la esperanza del inicio de uno nuevo. Esta transformación requiere reconocer todo lo que hemos construido, hacernos conscientes día a día de las inercias del resentimiento y la soledad. Exige paciencia histórica: desarraigar nuestras creencias toma tiempo y mucho esfuerzo. Por eso requerimos de determinación y trabajo día a día. Este no es solo un deseo de fin de año, es un propósito para construir una nueva era para nuestro país. Invito:

A quienes aspiran al Congreso y a la presidencia de la República a que recuerden que, si bien todos representan una forma legítima de ver al país, nos va a costar salir adelante si no se asumen como líderes de una comunidad política que merece que todas las personas y comunidades sientan que pertenecen y tienen un lugar en este barco -incluso sus adversarios-.

A quienes tienen -tenemos- más que la mayoría, a elegir la igualdad, a ofrecer parte de lo que tenemos en beneficio del bien para otras personas que no ostentan el privilegio del que disponemos. No es solo ofrecer dinero, sino todas nuestras posibilidades. Ese país solidario, en el que siempre hay un puesto más en la mesa cuando alguien llega a la casa, puede ofrecer muchos puestos más en una gran mesa común en la que todos los sueños sean posibles.

A quienes optaron por la criminalidad y la guerra a desvincularse de la inercia de la violencia y a tomar el camino de la paz. Y no me refiero única ni principalmente a los diálogos de paz. Me refiero a que elijan un destino distinto a la muerte, para aquellas personas a las que agreden, pero para sí mismos. Les invito a preguntarse si las riquezas que han acumulado valen tanto sufrimiento, miedo e infelicidad.

A respetar la Naturaleza que nos ha acogido y dado refugio, a respetarla y escucharla, a agradecerle y cuidarla, honrando a quienes han dedicado su vida a custodiarla.

A respetar y a que escuchemos los reclamos de quienes protestan, aún si lo hacen con rabia o de manera desproporcionada. No para aceptar o justificar la violencia, que siempre es negativa y debe tener consecuencias. Invito a que abramos la posibilidad de debatir y comprender que la protesta y el reclamo es el camino de quienes se sienten excluidos, o en efecto lo están. La protesta y el reclamo nos recuerda el derecho que tienen a pertenecer.

A quienes ejercen la labor judicial a no declinar en su tarea de dar orden moral ubicando a cada cual en el lugar que le corresponde. Les invito a hacer su trabajo con imparcialidad y firmeza. Frente a la violencia, la justicia pone orden y exige las responsabilidades de quienes eligieron la aniquilación. Sin expulsarlos del barco, los ubica en el lugar que les corresponde: por debajo y no por encima de la ley y de la igualdad.

Escribo esta carta a Colombia con la esperanza de que el fin de año sea un buen pretexto para agrupar sueños y propósitos y echarlos a rodar para que se puedan convertir en proyectos que nos unan en el camino que recorremos juntos en el país que amamos. Hemos pensado o quizá nos han hecho creer que estamos más divididos de lo que en realidad estamos.

El racismo, la pobreza, la intolerancia, el machismo, la codicia, el miedo a la verdad y a la justicia, los duelos no resueltos, la corrupción, los resentimientos alentados por quienes siguen optando por creer que nuestras diferencias y diversidad son una amenaza y no nuestro mayor poder, pueden ser transformados y convertirse en el punto de partida para nuestra reconstrucción. Todos estos factores nos impiden ver con claridad nuestra capacidad de salir adelante juntos, nuestro derecho a imaginar un futuro común, un buen futuro para nuestro país.

Con amor, confianza y esperanza,

Iris Marín Ortiz

Defensora del Pueblo Y la naturaleza