Por: Ricardo Sarasty.
Hubo un tiempo en el que ingresar a realizar estudios universitarios era entrar a ser partícipe de una élite y por ello mismo egresar de ellas significaba haber adquirido la investidura de autoridad, representada en la toga y el birrete, vestimenta con la cual recibía el titulo merecido una vez el graduando comprobaba su idoneidad para la profesión en la que había elegido formarse académicamente.
De pronto, si se piensa con perjuicios de clase, se vea ese entonces como una época en la cual acceder a una profesión solo está destinado para ciertos estratos sociales, juicio que se cae solo cuando descubrimos en la biografía de más de un profesional ilustre su origen humilde. Se pensará entonces que por aquellos días la universidad solo admitía en sus aulas a los genios o superdotados, otra opinión que se invalida cuando se descubre que a más de un profesional le costó su excelencia: dedicación, esfuerzo y múltiples sacrificios. Entonces se puede decir que hubo una época en la que la universidad sin ser un privilegio de clase fue un sitio que reunía en su claustro el potencial profesional que iba a requerir la sociedad para su verdadero desarrollo.
Nada ni nadie puede impedir que cualquier joven, independientemente de su origen socioeconómico, etnia, religión o sexo pueda ingresar a la universidad para continuar sus estudios con el objetivo de convertirse en profesional en cualquiera de las ciencias que escoja para desempeñarse. Ningún ciudadano puede quedar por fuera del derecho a cursar estudios de carácter superior por carecer de recursos económicos, es más el Estado debe de garantizar que así sea. Pero lo que no puede ser es que, sin demostrar aptitudes y vocación para el desempeño idóneo durante el transcurso de la carrera elegida, la Universidad lo avale otorgándole, al finalizar los correspondientes estudios, un título que lo acredite como competente el desempeño de una profesión.
Porque las personas que regentan las instituciones de estudios superiores deben de saber que los egresados con títulos de abogados, médicos, ingenieros, administradores, economistas, licenciados en educación, etc. Van a tener que responder primero ante la sociedad en el marco de la ética profesional y luego ante los tribunales en obediencia a la justicia penal o civil, por los errores, equivocaciones o cualquier acto negligente. Pues, no se supone, se tiene que tener el convencimiento que la obra resultado del trabajo de un egresado titulado por una universidad es, cuando no excelente, de buena factura, evidente desde donde se aprecie. Si el entrar a los claustros universitarios no puede presentar para nadie ningún impedimento, el salir de ellos si debe de obedecer a máximas exigencias en el cumplimiento de los requisitos del orden académico. Lo mínimo no puede ser sino el demostrar que posee los saberes pertinentes al trabajo en el cual se va a desempeñar.
Hoy las universidades no pueden caer en el simplismo inmoral de no ofrecer carreras universitarias y si ofertar títulos como si más que ser centros de estudios superiores fueran centros comerciales.
Los días aquellos en los cuales formar parte de una comunidad universitario era motivo de hondo y gran orgullo deben de volver tanto para los estudiantes como para los docentes que comparten sus conocimientos. Porque también es de advertir que, así como sucede con el ingreso a la U en calidad de estudiante, cualquier profesional debe de poder entrar a participar de la selección en el momento que se requiera de sus servicios como catedrático. Solo que al presentarse esta exigido a demostrar que es apto para el cargo. las credenciales que lo acrediten solo pueden ser la demostración de sus capacidades. Solo así las universidades le dieron a la sociedad y pueden volverle a garantizar un profesional emérito y no un simple graduado. @Ricard0

