Monseñor Juan Carlos Cardenas

La grandeza de la pequeñez

Por: Mons. Juan Carlos Cárdenas Toro

Alcanzamos hoy el 30° Domingo del Tiempo Ordinario. Nos quedan solo 3 semanas para terminar este año litúrgico, como se llama a la manera como a lo largo del calendario civil la Iglesia vive sus misterios centrales de la fe.

El Evangelista Lucas (18,9-14) muestra a Jesús que propone otra parábola a sus discípulos. Recordemos que las parábolas son historias pensadas para dejar una lección práctica en la vida. La parábola del fariseo y el publicano tiene la intención que el mismo evangelista menciona: cuidarnos del peligro de creernos tan buenos al punto de sentirnos con derecho a despreciar a los demás.

Considerando esto, les invito a tener en cuenta estas tres actitudes:

1. Partir de la fragilidad

El texto distingue dos grupos: Los fariseos, un grupo que, por la práctica de sus devociones llegó a pensar que tenía la autoridad para medir y señalar a los demás desde su supuesta piedad. Por otro lado, los publicanos eran las personas con comportamientos equivocados y notorios ante la comunidad, y por causa de esta señalados y marginados.

Normalmente los fariseos se cuidaban de no juntarse con algún publicano para no manchar su piedad. Pero recordemos que Jesús rompió estos esquemas e incluso les criticó constantemente a los fariseos que su piedad quedaba falseada cuando se comportaban así con los demás. Jesús dirá: “no juzguen y no serán juzgados”.

Aprendamos de esto a siempre estar conscientes de nuestras propias miserias. Nadie puede pararse ante Dios y ante sus semejantes creyéndose totalmente bueno. Si esto lo recordamos siempre, seremos más humildes, no solo para orar sino para cualquier otra cosa.

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2. Abrirse humildemente a Dios

La conciencia de la propia fragilidad nos hace humildes, como el publicano de la parábola, que no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos a Dios. Lo contrario nos pone en el riesgo de sentirnos autosuficientes.

Sabernos limitados nos debe llevar a desconfiar de hacer algo sin contar con Dios. Esta certeza nos hace pedirle constantemente que se apiade de nosotros y que nos sostenga con su fuerza para poder agradarle y hacer el bien a los demás.

3. Tratar con respeto a los demás

Tener clara nuestra fragilidad y la conciencia del amor de Dios nos abre a ser más respetuosos de los demás, particularmente de aquellos de los cuales conocemos sus propias equivocaciones.

En vez de estar señalando, llevemos a estas personas en nuestra oración, y pidamos para ellos la gracia de experimentar la misericordia de Dios. Si Dios nos ha tratado con misericordia, hagamos nosotros lo propio con los demás. No juzguemos, estemos siempre prontos a dar un buen consejo, a tender la mano.