Guillermo Alfredo Narváez Ramírez

Sobre leyendas de Pastos y Quillacingas

Perdidas, como muchas de las verdades acerca de Pastos y Quillacingas, permanecen las leyendas, la tradición oral, los relatos seculares que han pasado de generación en generación, esperando su encuentro. Pero allí están y debería haberse trabajado mucho más de lo hecho hasta ahora para reconstruir esa memoria construida oralmente sobre mitos, ritos, creencias y cultura en general de nuestros antepasados sureños, una raza luego vencida.

Veamos entonces, el sustrato de algunas leyendas y mitos sureños.

Entre los Pastos su dios era el sol, un sol de los Pastos muy propio. En los lienzos relieves de estos ancestros, se encuentra el sol representado como una estrella de ocho puntas. Es una cruz de diferentes formas: cuadrada con la vertical y horizontal equidistante, cuadrada y encerrada dentro de un círculo, similar a la cruz cristiana con la vertical mayor que la horizontal, también formando proyecciones de cada segmento, pero, al fin y al cabo, el sol de los Pastos. Por eso el sol amaba tanto a los Pastos que quiso regalarles el metal más preciado.

Para ello hizo brotar del interior de las montañas australes el oro en grandes cantidades, surtiendo los ríos y los valles de la región con vetas del metal precioso. Esa era la montaña que los indios llamaron Hualcalá, que en su lengua tal vez traduce “montaña de oro”.

 

«El sol amaba tanto a los Pastos que quiso regalarles el metal más preciado. Para ello hizo brotar del interior de las montañas australes el oro en grandes cantidades».

 

Entre los Quillacingas de la montaña y entre sus vecinos, los Mocoa se ha hecho imborrable el relato del origen de la Cocha: en tierras orientales de Nariño, límites con el Putumayo, había dos amantes que no contaban con la aceptación de sus familias para casarse. Por ello huyeron y se fueron a vivir juntos en una vida de trashumancia. Así mismo se busca explicar, con una leyenda, el surgimiento del río Guáitara. Para ello se cuenta que Manco Cápac, el Señor del Sol, Inca dios, luego de conquistar para sí el reino de Quito, envió a su capitán y súbdito, el más fiel, Guáitara, a la conquista del norte. Pero el jefe guerrero, inca erguido y potente, llegó a la tierra de los Pastos, en Ipiales, como un amigo, a ofrecer su sabiduría, sus dones y sus palabras de cordialidad.

Así, Guáitara lleva al territorio de los Pastos no sólo sabiduría y cariño; afincó allí llamas, vicuñas, su idioma y sus costumbres. Trabaja junto a ellos; ama y es amado. Así se une a una mujer Pasto de su talla y decide quedarse allí, para siempre.

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La felicidad que se vivía en la comunidad con Guáitara a la cabeza se desdibuja cuando los chasquis comenzaron a llevar noticias de la llegada de extraños hombres blancos. Uno de ellos, que venía del territorio chibcha, llegó ante los Pastos y comunicó a Guáitara la llegada de los hispanos. Asombrado, el jefe inca decidió acompañar al chasqui hasta esas tierras del norte, en las cuales pudo observar la fiereza e inhumanidad de los conquistadores. Pudo ver con dolor e impotencia como morían sus hermanos indios entre las espadas y los caballos de los conquistadores, y una inmensa pena invadió su corazón.

Triste y desilusionado retornó a su pueblo pasto. El mismo día en que llegó, conmovido y apesadumbrado acerca del lúgubre futuro que aguardaba a su comunidad, pero sin atreverse a contar lo que presentía, se alejó de todos los que lo esperaban ansiosos.

Pensando en su mujer, en sus hijos, en ese pueblo que ya era el suyo, se enterró montaña adentro y allí ya solo y dolido, el bravo guerrero lloró… lloró pensando en la tragedia que estaba por llegar a su raza. Fue tanto el llanto, tan triste y sincero, que el padre Sol se conmovió y bajó hasta la montaña al amanecer y transformó el llanto en río.

Ese es el río que de allí en adelante los Pastos del sur de Colombia llamaron Guáitara, en recuerdo del valiente y amoroso jefe inca, que se había convertido en su mentor.

Por: Guillermo Alfredo Narváez Ramírez.