Nadie podía imaginar que a estas alturas de la vida iba a ver, formando parte de la realidad, a un presidente de Colombia ajeno a las élites oligárquicas o formado para gobernar a punta de triquiñuelas en las orillas de la legalidad.
A mí como a muchos otros de mi generación se nos fue la mitad de nuestras vidas en la lucha por llegar a ese sin lugar que en más de una ocasión se nos enrostró como fantasía, sueño y realidad. Pero ahora que lo veo no solo creo, me emociono hasta casi las lágrimas porque allí está el compendio de décadas de tardes y noches gastadas en la construcción de este momento.
Venimos de abajo, hemos abierto el camino a codazos porque de solo vernos nos cerraban el paso, éramos los desarrapados pobrecitos a los cuales se debía de tratar con conmiseración, cuidando eso sí de no permitir que avancemos unos centímetros más allá del umbral porque además de pobres y feos se nos ha considerado peligrosos.
No otra es la explicación a la desconfianza y al miedo con el que hoy ven al nuevo presidente. No obstante, insistimos, persistimos y nos mantuvimos firmes y erguidos, pues los católicos aprendieron de Cristo que la justicia social era el cielo que los humildes ameritan en la tierra y los que no lo somos, en concordancia con Simón Bolívar, Martí, Sandino, O’Higgins, San Martín y Emiliano Zapata, llegamos a comprender que el valor de la libertad reside en una vida con dignidad.
Necios insistimos porque nada puso en duda nuestras convicciones. Aunque más de una ocasión nos señalaron como vergüenza nuestra pobreza para invitarnos a cambiar no solo el rumbo de nuestra marcha, sino que también nuestras creencias. Ya que nos consideraron, cuando no equivocados, utilizados por el comunismo internacional. Mas nunca quisimos ni se nos dio la gana de aceptar su propuesta de cambiar nuestra dignidad por un plato de lentejas, pues si un día nos unimos ya como hijos de obreros, ya como estudiantes y después como obreros, a los del puño inhiesto y frente en alto fue porque no deseamos calmar el hambre de un día sino el de toda la vida.
Fue porque no pensamos entonces como hoy que era nuestra hambre la única mayor urgencia, al contrario, insistimos en la posibilidad de alcanzar una mejor vida para todos.
Ahora en el medio día de nuestra existencia tenemos la oportunidad de ver como nada ha sido en vano: ni la larga lucha, ni los centenares de muertos convertidos en semillas de lo que comienza a reverdecer, para constatar que esta larga espera si tuvo razón de ser. Contrario a lo pensado por aquellos ansiosos de triunfos inmediatos para los cuales, un día cualquiera, o se cambiaba de pensar y se hacía a un lado el propósito de la lucha o se aceptaba la condena a morir desesperado, hundido en el mar del escepticismo como consecuencia de, el dejar que el pesimismo creciera tanto hasta ya no poder él.
Por lo que entonces pensaron que era mejor abandonar el barco a tener que naufragar con los sueños intactos sin cumplir. Solo que ahora bien ven que no fue así, que estamos con las barbas blancas, la vista cansada y los pies más lentos, pero con el corazón fuerte, tanto que ha resistido la emoción de este día, más cuando el sabernos ubicados en el lugar que nos corresponde nos da la satisfacción que todo buen guerrero aspira: abrazar el triunfo al final de la batalla, cuando con el sol a cuestas avanza hasta sus aposentos en busca del merecido descanso. Ya estamos aquí el reto ahora es demostrar que si se pudo para bien de todos.
Por: Ricardo Sarasty

