En nuestro presente intempestivo, asumir la educación desde una crisis silenciosa es una suerte de viaje por la subjetividad, una representación de lo humano bajo identidades únicas y diversas. Esta visión cimienta su propio lenguaje y se impregna de un estar que no deja de ser y hacerse en el mundo. En esa medida, las relaciones son apertura que develan lo propio del pensamiento.
Precisamente se asume un abanico de sentidos donde se forja un encuentro entre el tiempo de la crisis actual y el tiempo que vivimos. Visto lo dicho, la acción educativa es un camino que se gesta a partir de la imaginación. Así, se la democracia se traza como un alma y el pensamiento crítico deviene lectura viva, comentada y necesitada de las diferencias. Al final, se sabe que se tiene que dar con lo que tanto se necesita: el acogimiento.
Lo que propongo es una educación que ponga de manifiesto otras direcciones en las que se genere el compromiso con el otro teniendo en cuenta una responsabilidad compartida desde lo que la filósofa estadounidense Martha Nussbaun esboza como «la capacidad de imaginar con compasión las dificultades del prójimo» y «la facultad de imaginar la experiencia del otro», para que, entre la duda y la extrañeza, las tensiones no sean sino el origen de lo que llega.
«La educación debe provocar la errancia y facilitar una reflexión sobre cómo obramos, sin otra obligación que habitar la felicidad y la diferencia en la invención incesante de la comunidad».
El proceso de enseñanza-aprendizaje postulado en esos términos toca la existencia: la toca en la contradicción, la toca en lo que se vive, como una gracia que no depende enteramente del dominio de lo político. Ahí lo otro hilvana una ética que es el escenario de la imaginación que, a la vez, se dona en la tarea que nos ayuda a nombrar lo que nos pasa.
El planteamiento de desafíos pedagógicos inaugura la experiencia del otro como todo inicio, como toda emergencia, más allá de los discursos dominantes. Idear la democracia es poner de manifiesto una práctica educativa y un acontecimiento que obliga a repensar nuestras realidades y, de paso, configura lo inédito que se anuncia por venir. Lo anterior, se debe viabilizar al romper los lazos que, según el escritor Pascal Quignard, nos «fueron impuestos en el terror obediente, familiar, social, impersonal y mudo de los primeros años», para hacer experiencia de la salida en constante devenir.
Es necesario idear renovados modelos de enseñanza que se posibiliten a través de lo inacabado y que tengan lugar en la manifestación de lo incomprensible, para que se articule la hospitalidad y el reconocimiento en tanto formas de comunicación potenciadoras de otros modos de convivencia, sin renunciar a buscar alternativas de mundos posibles en los que perduran lo que queremos ser.
De esta manera, se dispone un aprendizaje en el marco de una educación que asume el reto de acompañar mientras se actúa, lo que significa que el aprender tiene que ver también con lo que se ha vivido a nivel histórico bajo otra perspectiva atenta al espacio del otro que es siempre acontecer de uno mismo. Aquí la educación debe provocar la errancia y facilitar una reflexión sobre cómo obramos, sin otra obligación que habitar la felicidad y la diferencia en la invención incesante de la comunidad.
Por: Jonathan Alexander España Eraso

