Guillermo Alfredo Narváez Ramírez

Pasto y la guerra de los conventillos

Un 3 de julio de 1839, con motivo de la supresión de los conventos menores de Pasto, llamados conventillos, hubo en la ciudad un levantamiento general, llamado guerra o rebelión de los conventillos, respaldado por el sacerdote Francisco de la Villota.

La rebelión se conoció como la guerra de los supremos que sucedió en tiempos de la Nueva Granada que, según los historiadores, fue la primera guerra civil después de la independencia, luego de la disolución de la Gran Colombia. Veamos algunos detalles.

Siendo presidente José Ignacio de Márquez ordenó cumplir una ley de supresión contra los conventos, sobre todo los llamados menores o conventillos, que tenían menos de 9 frailes. La razón no era religiosa, era económica: apoderarse de los bienes de esas comunidades,

Sin embargo, en Pasto, la medida tuvo gran oposición del padre Francisco de la Villota y Barrera, superior general del oratorio de San Felipe, actitud que fue apoyada por las organizaciones populares y religiosas de la ciudad, con una guerra que se denominó de los conventillos.

La verdad es que el gobierno del presidente Ignacio Márquez con la bendición del Obispo de Popayán suprimió los conventos con menos de ocho monjes en la provincia de Pasto para dedicar sus recursos a la evangelización del Putumayo, según decía. Los fieles reaccionaron contra la medida y el padre Francisco de La Villota en una reunión de notables, con voz entrecortada por la emoción, azuzó a la concurrencia para que marcharan contra los impíos que atentaban contra la iglesia. El cura montó a caballo y con el estandarte de San Francisco, se lanzó a la revolución seguido por una iracunda muchedumbre.

 

«La rebelión pastusa se extendió por toda la nación, pues los llamados “Supremos” o sea los caudillos regionales aprovecharon la coyuntura para consolidar sus dominios, librarse de un gobierno central e instituir un sistema federal con estados soberanos».

 

La rebelión pastusa se extendió por toda la nación, pues los llamados “Supremos” o sea los caudillos regionales aprovecharon la coyuntura para consolidar sus dominios, librarse de un gobierno central e instituir un sistema federal con estados soberanos.

Los pastusos aclamaron al rey español Fernando VII desaparecido siete años atrás y con palos y machetes se hicieron masacrar por las tropas gobiernistas comandadas por los generales Herrán y Mosquera y por el presidente Flórez que buscaba la anexión de Pasto al Ecuador.

Dicen los biógrafos que el padre Francisco de la Villota vivía de la caridad pública y hasta se afirma que hacía milagros. La leyenda cuenta que, haciendo palanca con el báculo, el sacerdote movió una enorme piedra que impedía ampliar el templo. El cura Villota se unió a Fray Juan Caicedo y a Mariano Álvarez, exjefe militar de Pasto, y azuzó a la multitud para que hiciera frente a las tropas del gobierno central. La rebelión contó con el apoyo del general José María Obando muy apreciado en el sur.

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A la vez, por causa de la rebelión, el obispo de Popayán excomulgaba a de la Villota quien se vio obligado a salir del país y asilarse en Tulcán y ponerse bajo la protección de los frailes franciscanos.

Es válido anotar que la guerra de los supremos o de los conventillos contribuyó a la formación de la identidad regional y en Pasto encendió la siempre permanente lucha por la cultura regional, pero sobre todo por la autonomía del sur de Colombia, junto a la lucha indígena por las tierras que las elites que las monopolizaban.

En el sur cayó Obando quien, derrotado, se exiló en el Perú. Entre tanto, el padre de la Villota pasó a la historia y a la leyenda que habla del apoyo que recibió de los pastusos, no solo por sus cualidades religiosas sino por su carácter guerrero. Entre los viejos pastusos pasó a la historia por su carácter de jefe y representante de la autonomía regional. Sin embargo, lo relevante es haber dejado la imagen en el recuerdo de un jefe denodado y valiente luchador por causas pastusas de descontento con el trato dado desde Bogotá.

Por: Guillermo Alfredo Narváez Ramírez