Cuando fallece un ser querido experimentamos tristeza y dolor por tan sensible pérdida. La muerte es el gran enigma de la condición humana; la podemos ignorar, no hablar de ella, pero, sin que lo podamos evitar, se hace presente en nuestras vidas y se va llevando familiares, amigos y conocidos. Un día, no sabemos cuándo, también nos llevará a nosotros.
Ante la muerte, la ciencia sólo puede certificar que la persona ha fallecido, pero no sabe nada acerca del “más allá”. La Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo por el pecado; pero Cristo, “muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida”.
La resurrección de Jesús es la verdad central de nuestra fe y nuestra gran esperanza. Fue predicada por los apóstoles y transmitida por la tradición viva de la Iglesia.
La resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra fe y la garantía de nuestra futura resurrección. Si Jesús ha resucitado, también nosotros resucitaremos. La muerte y el dolor no tienen la última palabra, sino la vida.
Por el sacramento del Bautismo quedamos asociados a la muerte y resurrección de Cristo. Somos liberados de nuestros pecados y renacemos a una vida nueva como hijos de Dios y miembros de la Iglesia.
La fe en la resurrección transforma nuestra existencia y, como dice la liturgia de la Iglesia: “aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
La pérdida de un ser querido nos lleva a considerar la fragilidad de la condición humana, y es una ocasión para pensar en el más allá, y también para buscar en la fe las respuestas que necesitamos para vivir como hijos amados de Dios y miembros de su Iglesia.
La esperanza de resucitar, cuando dejemos este mundo, nos libera del miedo a la muerte y nos ayuda a superar la pérdida de un ser querido.
La fe salvadora es adhesión personal a Dios y a su revelación. Pero Dios respeta siempre nuestra libertad para aceptar o rechazar la salvación que nos ofrece por medio de su Hijo, Jesucristo.
Hoy en día desafortunadamente son muchos los fieles que se han alejado de Dios y de la Iglesia, y buscan su realización personal en el éxito profesional, en comer, beber y pasarlo bien; sin pensar que, tarde o temprano, tendrán que dejar este mundo.
Sin embargo, ante la falta de valores espirituales de la sociedad de consumo, algunos de los que antes se habían alejado de la Iglesia han decidido volver a ella para recuperar su fe en el Señor y la esperanza de la vida eterna.
En este mundo, estamos de paso, y, para vivir como hijos de Dios, necesitamos conservar el don de la fe y trabajar por nuestra salvación. Pero no estamos solos: Cristo nos acompaña a lo largo de la vida, nos ofrece su palabra y nos da su gracia en los sacramentos, para que podamos alcanzar la meta final: el Reino de los Cielos.
Por: Narciso Obando López, Pbro.

