Quien escribe proyecta un cuerpo a cuerpo, o un cuerpo en el cuerpo, un intercambio corporal en el espacio literario. Pensar lo anterior significa nombrar en el pliegue de lo que llega, en el inicio de lo que se escribe.
El desamparo delante de la página en blanco exhibe un impedimento de darse al cuerpo, de orientarse en los caminos que este alberga. El cuerpo abre un deseo de alteridad. Ahí no se puede concebir el pensamiento como una especie de propedéutica del conocimiento, pues deviene animal y nos desgarra en su mismo acto de aparecer.
En los umbrales del pensar y del escribir aparece el ser del escrito. Para hacerse a su experiencia hay que exponerse a lo abierto, albergarse en él, recorrer los caminos que demandan las manos sobre el teclado para restituirle un peso a lo dicho y poder tocar su significado. Su presencia, la del ser del escrito, produce un efecto de repliegue sobre el tejido textual en el que las palabras golpean el soporte, lo labran, fragmentan el mundo que las recibe, y, a la vez, despliegan sendas de relación que instauran la noche.
Lo escrito está dándose y retirándose en el acontecer mismo de lo que se escribe. Aunque entre una y otra frase, y aun entre renuncias y riesgos, no llega la única contigencia de la escritura: la palabra insostenible. Desde un intento y otro, el tiempo de la escritura (e incluso el de la lectura) impone una borradura que no es sino una frontera sin propiedad. En esa dinámica, palabra a palabra, algo comienza en la perspectiva de una donación, de un trayecto que devela la antigüedad del silencio.
La trayectoria de la escritura juega la suerte misma de lo que no tiene propiamente un en sí que se inscribe fuera de sus orillas. El cuerpo de lo escrito está gobernado por la intensidad de cada latido. Por eso es que en su retirada, en los márgenes de la página que deja libres, hay un desbordamiento que demanda otra entrada, una re-vuelta de las palabras, que exterioriza los interrogantes que se nos escapan.
Después lo que queda es el carácter de las palabras que comparte la huella de otro para que se avizore en lo que la luz oculta un lugar que le es propio a lo que se lee y se escribe. Huelga decir que ese lugar no es propiamente un lugar y no pertenece a nadie, se dona en la diferencia en tanto una multitud brota de cada letra.
Y hay que dejarlo claro una vez más: las palabras no son algo derivado. Son el hecho, siempre singular, la pugna de la raíz, que inaugura otra instancia de paso y se sustrae al escritor. Dar sentido a lo que escribimos será una posibilidad en el cruce, en los intersticios de lo leído donde se inyecta y entromete al otro, quien es el que ve, incesantemente, un universo que dura un instante.
Por: Jonathan Alexander España Eraso

