Manuel Rosero

Aquellas vacaciones

Es una frase de cajón, pero como cambian los tiempos, antes la llegada de agosto era la temporada de vacaciones con días luminosos, paseos con los amigos, vuelo de cometas y juegos en la cuadra hasta casi la media noche.

Tiempos en donde la tranquilidad se respiraba a flor de piel, en donde deslizarse por las pendientes, en mi caso en el sector que ahora es el barrio San Miguel y Niza, que primero eran zonas verdes pero que al finalizar el mes se convertían en amarillentas por el sol y el uso, agosto huele a infancia, sudor y felicidad.

Lógicamente las prioridades de los niños van cambiando, como todo en la vida, hoy en día se vive veranos en donde el sol y el viento brillan por su ausencia y hasta con lluvias intermitentes, a los niños ya no les interesa resbalarse de una loma con tablas o cartones, y estar subiendo y bajando tardes enteras, ahora la recreación viene lista, solo hay que mover los dedos sobre la pantalla de un celular.

Agosto era en donde se desempolvaban los trompos, las bolas, las bicicletas, pero la mejor diversión era el resbalarse por los potreros cercanos a nuestras casas. Primero era con cartones para luego continuar con tablas y por último, muchas veces con ayuda de nuestros padres, verdaderas réplicas de trineos y por supuesto los pantalones eran las prendas que primero terminaban su vida útil.

Era más que necesario para lograr una velocidad adecuada, que los trineos sean embadurnados de grasa, manteca de cacao y hasta la glicerina de las velas, por supuesto que cada vehículo con el pasar de los días era más decorado, no faltaban dibujos como los rayos, números y hasta calaveras.

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Cada tarde de agosto con el trineo debajo del brazo nos desplazábamos hasta este lugar cercano a mi casa paterna, y por supuesto al principio del mes la hierba estaba alta y los bólidos se deslizaban lentamente, pero avanzado los días las lomas ya habían recibido miles de visitantes y lucían penosas cicatrices de tierra, su tono era tostado, como si el sol se recostara sobre ellas.

Una gran cantidad de niños acudíamos a resbalarnos día tras día, infatigablemente, la adrenalina de las bajadas compensaba la trepada, buscábamos la mejor ruta, la rampa, la curva, era la infancia alborotada en el olor a hierba y tierra seca de aquellos lejanos lugares y como dicen por ahí, éramos felices, pero no lo sabíamos.

Finalizadas las vacaciones, las colinas recobraban su verdor luminoso y se quedaban olvidadas hasta el año siguiente.

Por: Manuel Antonio Rosero Trejo