El comercio informal continúa siendo una de las manifestaciones económicas y sociales más visibles en las calles de Colombia. En las principales ciudades y en municipios intermedios, vendedores ambulantes ocupan andenes, semáforos, plazas y estaciones de transporte público, ofreciendo desde alimentos y ropa hasta servicios improvisados. Esta actividad, que para muchos representa una forma de subsistencia, refleja profundas problemáticas estructurales como el desempleo, la desigualdad y la falta de oportunidades formales.
A lo largo de los años, el crecimiento del comercio informal ha estado estrechamente ligado a las crisis económicas, los procesos de migración interna y el desplazamiento forzado. Miles de personas han encontrado en la venta callejera una alternativa inmediata para generar ingresos ante la ausencia de empleo estable. Para estas poblaciones, la informalidad no es una elección, sino una necesidad impuesta por las circunstancias.
Sin embargo, la expansión del comercio informal plantea retos significativos para el orden urbano y la economía formal. La ocupación del espacio público genera conflictos con peatones, comerciantes establecidos y autoridades locales. En zonas de alta afluencia, los andenes se vuelven intransitables y se incrementan los riesgos de accidentes, mientras los comerciantes formales denuncian una competencia desleal, al no existir igualdad en el cumplimiento de impuestos, arriendos y normas sanitarias.
Las administraciones municipales han intentado abordar esta problemática mediante operativos de control, reubicaciones y programas de formalización. No obstante, estas medidas suelen generar tensiones y enfrentamientos, ya que muchos vendedores consideran que las soluciones propuestas no garantizan ingresos suficientes ni estabilidad económica. En algunos casos, los espacios de reubicación carecen de flujo de clientes, lo que termina empujando a los comerciantes nuevamente a las calles.
El comercio informal también evidencia una dimensión social compleja. Entre los vendedores ambulantes se encuentran adultos mayores, madres cabeza de hogar, migrantes y personas con bajos niveles de escolaridad, grupos que enfrentan mayores barreras para acceder al empleo formal. Esta realidad plantea el desafío de diseñar políticas públicas que reconozcan la dimensión humana del problema sin desconocer la necesidad de orden y legalidad en las ciudades.
Desde una perspectiva económica, la informalidad limita el recaudo de impuestos y dificulta la planificación urbana y comercial. Al mismo tiempo, mantiene a miles de trabajadores por fuera del sistema de seguridad social, sin acceso a pensiones, salud o protección laboral. Esta situación perpetúa ciclos de vulnerabilidad que se transmiten de generación en generación.
Expertos en temas laborales y urbanos coinciden en que la solución al comercio informal no puede centrarse únicamente en el control y la sanción. Es necesario implementar estrategias integrales que incluyan generación de empleo, acceso a créditos, capacitación empresarial y acompañamiento social. La formalización debe ser un proceso gradual y atractivo, que ofrezca beneficios reales a quienes dependen de esta actividad.
A pesar de los desafíos, el comercio informal también demuestra la capacidad de resiliencia y emprendimiento de miles de colombianos. En medio de la adversidad, estas personas logran sostener a sus familias y dinamizar la economía local, aunque en condiciones precarias. Reconocer esta realidad es clave para construir soluciones más humanas y efectivas.
En un país donde el empleo formal sigue siendo insuficiente para absorber toda la fuerza laboral, el comercio informal se mantiene como una realidad persistente y compleja. Abordarlo requiere voluntad política, diálogo social y políticas públicas que equilibren el orden urbano con la inclusión económica, permitiendo avanzar hacia ciudades más organizadas, justas y con mayores oportunidades para todos.

