Cuando ser buena persona sale caro

Ser buena persona es una pésima estrategia si lo que buscas es eficiencia inmediata. La bondad rara vez paga rápido y casi nunca paga en público. En el corto plazo, suele traducirse en perder tiempo, dinero, energía o dignidad. El mundo no está diseñado para premiar automáticamente a quien actúa con consideración; está diseñado para recompensar al que optimiza ventaja.

Eso no significa que ser buena persona sea un error. Significa que no funciona como nos prometieron. Nos vendieron una ecuación moral falsa: haz el bien y te irá bien. La realidad es más parecida a un sistema caótico donde a veces haces lo correcto y aun así sales perdiendo. Y eso duele porque rompe una narrativa muy cómoda.

Gran parte del agotamiento emocional viene de ahí: de esperar justicia donde solo hay probabilidades. La bondad se convierte entonces en una inversión frustrada. Uno empieza a pensar que fue ingenuo, que dio demasiado, que el mundo es ingrato. Y en parte lo es. No porque sea malvado, sino porque es indiferente.

La bondad, en realidad, no es un intercambio. Es un acto unilateral. Funciona a nivel colectivo, no individual. Si muchas personas son buenas, la sociedad se vuelve habitable. Pero si una sola persona es buena esperando reciprocidad personalizada, lo más probable es que se queme.

El error común es confundir bondad con ausencia de límites. Decir que sí a todo, aguantar abusos, ceder siempre, no es virtud: es desgaste. Ser buena persona no implica dejarse pasar por encima. Implica elegir conscientemente cuándo dar y cuándo parar.

La versión adulta de la bondad incluye criterio. Incluye aprender a decir no sin sentir que traicionas tu identidad. Incluye aceptar que algunas personas se beneficiarán de tu decencia sin agradecerla jamás. Y aun así, decidir quién quieres ser.

Ser buena persona sale caro, sí. Pero el costo de no serlo suele ser más silencioso: cinismo, aislamiento y una sensación constante de estar jugando un juego que no te representa.