El culto a la productividad

La productividad dejó de ser una herramienta y se convirtió en identidad. Ya no hacemos cosas: somos “personas productivas”. El descanso se volvió sospechoso y el ocio necesita justificación. Si no produce, incomoda.

Este culto tiene rituales claros: despertarse temprano, listas infinitas, culpa constante. También tiene dogmas: “si quieres, puedes”, “el tiempo es oro”, “descansar es para después”. No importa si estás exhausto; importa si estás rindiendo.

El problema no es querer hacer cosas, es medir el valor humano en output. La productividad promete control en un mundo caótico, pero cobra un precio emocional altísimo. Nunca es suficiente. Siempre hay algo más que optimizar.

La ironía es que la obsesión por producir suele matar lo que intenta proteger: creatividad, sentido, disfrute. El cerebro no es una máquina industrial; necesita pausas, aburrimiento, error. Pero eso no entra en el dashboard.

Desacelerar hoy es un acto casi político. No por rebeldía, sino por salud mental básica. Hacer menos no te hace menos valioso. Solo te devuelve a una escala humana.