El mito del adulto funcional

Ser adulto, según internet, implica tener respuestas, un plan a cinco años y una nevera con verduras reales. En la práctica, ser adulto es abrir la nevera, ver una cebolla vieja y cerrar como si nada. El mito del adulto funcional nace de una mezcla peligrosa: expectativas heredadas, películas de los noventa y gente que miente muy bien en LinkedIn.

La mayoría de las personas no sabe qué está haciendo. No “en el fondo”, no “a veces”: estructuralmente. Se improvisa con una convicción que raya en el fraude, y eso es lo que mantiene el sistema en pie. Las ciudades no colapsan porque millones de personas, confundidas pero tercas, siguen pagando recibos sin entender del todo cómo funcionan.

El problema no es la confusión, es el silencio alrededor de ella. Nadie dice “no entiendo mi trabajo”, sino “estoy cansado”. Nadie admite “no tengo idea de qué hago con mi vida”, sino “estoy en un proceso”. El lenguaje se convierte en un amortiguador emocional para no enfrentar la verdad: estamos todos aprendiendo sobre la marcha.

Aceptar que no existe el adulto funcional libera una cantidad absurda de energía mental. Deja de ser un defecto y pasa a ser una condición humana básica. No es inmadurez, es estadística. Nadie recibió el manual, solo memes y trauma generacional.

La adultez no es estabilidad, es mantenimiento. Es sostener la estructura lo suficiente como para que no se caiga encima de uno. Y eso, aunque no salga en Instagram, ya es bastante heroico.