¿Candidaturas como negocio? La reposición de votos y la distorsión de la democracia en Colombia

En cada ciclo electoral colombiano se repite un fenómeno que, lejos de corregirse, se profundiza: la proliferación de candidatos presidenciales sin estructura, sin opciones reales de poder y sin un proyecto político claramente identificable. En el actual proceso electoral, esta tendencia ha alcanzado niveles que generan inquietud incluso entre analistas habituados a la fragmentación política del país. La pregunta que hoy recorre la opinión pública no es quiénes son estos aspirantes, sino para qué compiten realmente.

A esta inquietud se suma un elemento que ha encendido el debate. Varios de estos candidatos, con mediciones que apenas rozan el uno o dos por ciento de intención de voto, insisten en participar en las consultas interpartidistas previstas para marzo. Su presencia no fortalece la competencia ni enriquece el debate público; por el contrario, refuerza la percepción de que el proceso electoral se ha convertido, para algunos, en una oportunidad económica más que en una disputa democrática por el poder.

El incentivo oculto detrás de las candidaturas sin opción

La clave para entender este fenómeno está en la reposición de votos, un mecanismo legal creado para compensar a partidos y candidatos por cada sufragio válido obtenido. En teoría, esta figura busca equilibrar la competencia y evitar que solo quienes cuentan con grandes recursos económicos puedan aspirar a cargos de elección popular. En la práctica, sin embargo, el incentivo ha terminado por distorsionar el sistema.

La reposición convierte cada voto en una unidad monetaria. Aunque el valor individual parece bajo, su acumulación puede traducirse en cifras significativas. En las consultas interpartidistas, el monto por voto se ha venido ajustando y se proyecta que para 2026 oscile entre los tres mil y los tres mil quinientos pesos. Para un candidato sin opción de ganar, pero con capacidad de movilizar algunos cientos de miles de votos, la ecuación resulta rentable.

Este esquema ha dado lugar a candidaturas cuya lógica no es política, sino financiera. Aspirantes que invierten recursos mínimos en recolección de firmas, publicidad básica y presencia territorial limitada, con el cálculo de que la reposición cubrirá la inversión inicial y dejará un margen considerable.

Movimientos por firmas y la puerta abierta al oportunismo

El auge de los movimientos por firmas ha facilitado esta dinámica. Esta figura fue concebida como un mecanismo de apertura democrática para permitir la participación de liderazgos ciudadanos por fuera de las estructuras partidistas tradicionales. Sin embargo, la experiencia reciente demuestra que también se ha convertido en un atajo para candidaturas sin arraigo político real.

Una vez avalados por el Consejo Nacional Electoral, estos movimientos adquieren los mismos derechos que los partidos consolidados: pueden inscribirse, participar en consultas y recibir reposición de votos. El sistema, no obstante, no distingue entre quienes compiten con vocación real de poder y quienes buscan rentabilidad económica. De este modo, la democracia termina financiando proyectos personales sin impacto político efectivo.

El fenómeno no es marginal. Analistas han identificado casos de candidatos que llegan hasta la primera vuelta presidencial no para disputar el poder, sino para maximizar el retorno económico del proceso. La contienda se convierte así en una inversión de riesgo calculado, donde el objetivo no es gobernar, sino recaudar; y, si además se logran negociar cuotas burocráticas, la ganancia es doble y el negocio, redondo.

El Congreso, terreno fértil para el negocio electoral

Esta lógica se expresa con mayor fuerza en las elecciones legislativas. En los comicios al Congreso, la reposición de votos es considerablemente más alta. En 2022 superó los seis mil pesos por voto, y las proyecciones para 2026 indican que podría acercarse a los ocho mil. Este escenario ha incentivado la proliferación de listas sin posibilidad real de obtener curules, pero con capacidad suficiente para captar un caudal mínimo de votos rentable.

El resultado es un Congreso precedido por campañas infladas de listas testimoniales que no buscan representación efectiva, sino financiación. La competencia se fragmenta, la oferta política se diluye y el elector se enfrenta a una avalancha de opciones que poco o nada aportan al debate programático.

Cuando el voto deja de ser político y se vuelve contable

El daño más grave de esta práctica no es económico, sino institucional. Cuando el ciudadano percibe que su voto se utiliza como insumo de un negocio legal, la confianza en el sistema democrático se erosiona. El sufragio deja de ser una herramienta de transformación política y se convierte en una mercancía dentro de una lógica transaccional.

Esta percepción alimenta el desencanto y la apatía, especialmente entre sectores que ya se sienten distantes de la política tradicional. La democracia pierde legitimidad cuando se instala la idea de que algunos participan no para servir, sino para beneficiarse del sistema.

Además, la multiplicación de candidaturas sin viabilidad real fragmenta el debate público. En lugar de discutir propuestas de fondo sobre seguridad, economía o institucionalidad, la campaña se dispersa en mensajes superficiales diseñados para captar atención momentánea, no para construir visiones de país.

Costo fiscal y dilema ético

A esta distorsión se suma un problema fiscal evidente. La reposición de votos implica un desembolso significativo de recursos públicos. En un país con severas restricciones presupuestales, destinar miles de millones de pesos a candidaturas sin opción real plantea un dilema ético y financiero que no puede seguir siendo ignorado.

Si bien los defensores del modelo sostienen que siempre existirá el riesgo de abuso y que corresponde a los organismos de control vigilar los recursos, la experiencia demuestra que el diseño actual facilita el oportunismo. Mientras el sistema premie únicamente la obtención de votos, sin evaluar la vocación real de poder o representación, el fenómeno persistirá.

Democracia, incentivos y credibilidad

El debate de fondo no es jurídico, sino político y moral. Colombia enfrenta la pregunta de qué tipo de democracia quiere preservar: una democracia abierta, sí, pero también responsable, donde los incentivos no premien el oportunismo ni conviertan el ejercicio electoral en una fuente de renta.

Revisar el sistema de reposición de votos no implica cerrar la puerta a nuevas voces, sino ajustar los mecanismos para evitar su captura por lógicas puramente económicas. La pluralidad es un valor democrático, pero pierde sentido cuando se vacía de contenido político.

Un desafío impostergable

En un contexto de creciente desconfianza institucional, permitir que la reposición de votos se consolide como un negocio amenaza con profundizar la crisis de credibilidad del sistema político. La democracia no puede convertirse en un medio de subsistencia para aspirantes sin proyecto ni vocación de poder.

Si el voto ciudadano se reduce a una cifra contable, el costo para el país no será solo fiscal. Será, sobre todo, un golpe profundo a la legitimidad democrática. Corregir esta distorsión es un desafío impostergable si Colombia quiere preservar la esencia de su sistema electoral y recuperar la confianza de una ciudadanía cada vez más escéptica.