Cada diciembre, Pasto y los municipios de Nariño se visten de luces, fiesta y tradición. Las calles se inundan de música, comparsas y el espíritu que antecede al Carnaval de Negros y Blancos, una de las celebraciones culturales más vibrantes del país. Sin embargo, en medio de esta atmósfera de entusiasmo, una sombra recorre silenciosamente el departamento: el uso indiscriminado de pólvora, un hábito que año tras año convierte la alegría en tragedia.
Nariño es, lamentablemente, uno de los departamentos más afectados por quemaduras, amputaciones, intoxicaciones y daños oculares relacionados con el uso de artefactos pirotécnicos. Y aunque las autoridades incrementan cada temporada los controles, la realidad demuestra que la pólvora continúa siendo un enemigo silencioso que se esconde detrás de la costumbre, la informalidad y la falta de conciencia ciudadana.
En Pasto, donde las celebraciones decembrinas y la preparación del Carnaval suelen generar un ambiente festivo desde semanas antes de enero, la pólvora se ha convertido en un protagonista no invitado. Familias enteras se exponen sin saberlo a riesgos que pueden cambiar su vida para siempre.
Niños manipulando totes, jóvenes encendiendo voladores sin supervisión y adultos comprando elementos ilegales o de fabricación artesanal son escenas cotidianas que reflejan una peligrosa normalización del riesgo.
La tradición, aunque valiosa culturalmente, no puede ser excusa para ignorar la magnitud del problema. Un segundo de descuido puede terminar en una quemadura grave; una chispa mal dirigida puede causar la amputación de dedos o manos; un artefacto defectuoso puede cegar a una persona de por vida. El gozo de una noche puede transformarse en el dolor de toda una existencia.
Las cifras de lesionados, año tras año, ubican a Nariño entre los departamentos más afectados. Aunque los intentos por regular la venta y el uso de pirotecnia se fortalecen, la oferta ilegal persiste. A esto se suma una problemática aún más preocupante: los menores de edad siguen siendo las principales víctimas. No solo porque manipulan pólvora, sino porque muchos adultos continúan comprándola y permitiendo su uso, contribuyendo a una cadena de irresponsabilidad que la ley prohíbe, pero que la cultura aún tolera.
Los hospitales de Pasto, Ipiales y Tumaco conocen de primera mano este drama. Diciembre y enero se convierten en temporadas de manos quemadas, rostros lastimados y lágrimas que reemplazan lo que debería ser un tiempo de unión familiar.
Más allá del daño físico, la pólvora deja huellas profundas en la vida de quienes la sufren. Una amputación implica no solo una secuela permanente, sino también un impacto psicológico que afecta la autoestima, la dinámica social y las oportunidades laborales. Los niños que resultan heridos no solo llevan cicatrices visibles, sino traumas que los acompañarán por años.
Y está también el daño emocional a las familias, que ven cómo una celebración se convierte en un recuerdo amargo. Lo que comenzó como un juego o un acto de diversión termina siendo una tragedia de consecuencias irreversibles.
El problema de la pólvora en Pasto y Nariño no es solo un asunto de control policial; es, sobre todo, un desafío cultural y educativo. La ciudadanía debe comprender que la protección de la vida está por encima de cualquier espectáculo luminoso, puesto que la verdadera fiesta se disfruta cuando todos regresan a casa sanos y salvos.
Las campañas de prevención deben continuar, pero también debe reforzarse la denuncia ciudadana frente a la venta ilegal. Los padres deben asumir con firmeza su responsabilidad sobre el bienestar de sus hijos. Las comunidades deben dejar atrás la idea de que “sin pólvora no hay fiesta”. Porque sí la hay, y puede ser igual de colorida, creativa y emocionante sin poner vidas en riesgo.

